Mi tía Petra tenía dos macetas de albahaca a la puerta del cortijo, a ambos lados del escalón. Al pasar te rozaban los pantalones y ya entrabas con su olor impregnado en el cuerpo. Dentro se mezclaban sus esencias con el vaho a vino y humedad que venía de la bodega y el del puchero que cocinaba al fuego de leña, en el suelo bajo la chimenea.
La albahaca de secano era de tan fuerte aroma que durante buen rato anulaba al olor de la morcilla y el tocino que flotaban en la cazuela, porque eso si, en casa, el menú diario no tenía sorpresa; todos los días se comían los garbanzos con tocino y morcilla, el trozo de carne se reservaba para los días de fiesta: un cumpleaños de los niños, el santo de Mariano o el día de San Miguel, cuando la feria del pueblo.
Recuerdo muy bien el puchero en el centro de la mesa, una mesa con las vetas de la madera sobresaliendo de tantas veces como se había fregado con jabón y estropajo. Una comida sin platos, de cuchara y paso atrás, los niños delante y los mayores detrás, a veces se unía el recovero que esa mañana había pasado por el cortijo cambiando platos y tazones por huevos, o el pescadero que traía los jureles para secar, en un borrico por los caminos de la sierra, de cortijo en cortijo.
A la tía Petra le gustaba sentarse en la soledad del patio, a la sombra de la higuera, para remendar los pantalones de pana o volver los cuellos a las camisas; otras veces no tenía más remedio que recomponer los guantes de cabritilla que le había traído Mariano cuando hizo la mili en Jaca y usaba algunas mañanas de invierno para levantar la escarcha.
Mi tía Petra era callada, no le gustaba entrar en las conversaciones de Mariano con los que pasaban por el cortijo, sobretodo cuando este chismeaba con dimes y diretes sobre las vecinas: si aquella se había subido a la ventana antes de casarse, si la otra había roto con el pretendiente o la de más allá tenía dos tetas como dos carretas. En ese caso tomaba la canastilla de la costura y se iba bajo la higuera del patio a zurcir los calcetines con el huevo de madera que a mi me llamaba tanto la atención y usaba a veces para jugar con las lagartijas que cazaba. Me entretenía en hacerles fumar introduciéndoles en la boca el humo de tabaco con una pajita y cogían una tembladera que no podían subir al huevo y lo hacían girar sin parar.
La tía Petra era tal mujer, que a pesar de tantos años transcurridos, la recuerdo con admiración y cariño, como cuando se sentaba a desgranar las judías a la puerta del cortijo entre las dos macetas de albahaca.
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Salud y fuerza
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Muy buena calidad escribiendo.
ResponderEliminarMuy buenas letras.
Un saludo
Ya te he comentado cuánto me gustó este texto, Miguel, está entre mis favoritos.¡Pero vaya con tus musas! ¿con qué las alimentas? Supongo que con preciosos recuerdos como éste.
ResponderEliminarNofret, como sabes, mis musas beben en la fuente de tu casa. Gracias a ti, Gladys y Alba por darmes las palabras mágicas para poder ligarlas en mis cuentos.
ResponderEliminarUn abrazo
Piedra