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Salud y fuerza
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viernes, 3 de junio de 2011
Pietro Romano
Manolito tenía dos años cuando fue recibido por sus padres adoptivos, en un pueblito de Galicia. Fue educado en su ancestral fe católica, pero Manolito parecía tomarse las cosas de la fe muy en serio, casi demasiado, llegando al punto de preocupar a sus devota familia. No se perdía una misa, es más, iba también en medio de la semana y se pasaba las horas en la iglesia. No había que insistirle para que rece sus oraciones antes de dormir, sino más bien para que dejara de hacerlo y se acostara de una vez. Manolito practicaba la caridad cristiana hasta que lo tomaban por tonto, regalaba sus juguetes y útiles escolares a otros niños, aunque no siempre los necesitaban en verdad. Pero Manolito nunca desconfiaba, ni adivinaba la mala intención de sus compañeros al pedirle sus cosas.
Sin embargo, con el paso de los años, Manuel se despabiló. Practicaba la caridad, pero sólo con quien la necesitaba. Ya nadie le tomaba por tonto, sino todo lo contrario: se destacaba en sus estudios, y llegó a ser el mejor alumno de la escuela. También gozaba de gran popularidad por su carácter amigable y honesto (aunque también fuerte y decidido), y por estar siempre disponible para dar una mano a cualquier amigo (o desconocido) que la necesitara.
Sus padres no tomaron muy bien la noticia, aunque tampoco les sorprendió. Era su único hijo, lo querían cerca de ellos y deseaban nietos, pero tuvieron que aceptar la decisión de Manuel. Al poco tiempo, ingresó al seminario.
Como seminarista, la cosa no cambió mucho, el joven continuó destacándose cada vez más.
Así pasaron los años y, gracias a sus condiciones, Manuel fue escalando en la jerarquía eclesiástica hasta convertirse en arzobispo y pronto en cardenal. Sin embargo, no era ambición lo que le impulsaba, Manuel en verdad quería hacer bien las cosas. Pasaba horas meditando sobre todos los cambios que, a su juicio, podrían beneficiar a los fieles.
Ante la muerte del Papa, los rumores comenzaron a correr por el vaticano, donde Manuel fue convocado junto con los demás cardenales. Los había oído, sin embargo, la decisión casi lo mató de un síncope, no creyó que en verdad sucedería: Manuel era el nuevo Papa. Luego de recuperarse de un ataque de pánico, comenzó a hacer planes con avidez, había tanto para hacer, tanto por cambiar, por mejorar. Atosigó de trabajo a sus asistentes, y él mismo trabajaba tantas horas que solía caer dormido sobre el escritorio, y hasta cabeceaba en los actos oficiales. Gonzalo, su secretario personal y mejor amigo siempre estaba a su lado para darle un oportuno y disimulado puntapié o pellizco cuando veía que los párpados se le cerraban y se inclinaba peligrosamente hacia atrás, susurrándole al oído “¡Joder, Manuel, que te vas a caer otra vez!” Pero algunas veces no hizo a tiempo y el Papa Juan XXIV, que así se llamaba ahora Manuel, quedaba aparatosamente tendido en medio de la capilla sixtina. A pesar de los frecuentes papelones, sus sabias decisiones le habían dado a Juan el afecto de sus feligreses, y el respeto de quienes no compartían su fe.
Pero Juan no estaba muy contento. A decir verdad, nadie lo estaba por esos días, eran tantas las catástrofes naturales que asolaban al mundo que ya los noticieros parecían películas de desastres. “¿Y hoy qué ha pasado?” solía ser el temeroso saludo matutino de Juan, que obtenía siempre por respuesta “Un volcán en Italia, un tsunami en Asia, un huracán en México, un terremoto en Chile, una plaga en África....” Hasta el propio Vaticano temblaba frecuentemente, desconcertando a los meteorólogos y haciendo rodar religiosos y asistentes por el piso.
Hacía sólo seis meses que Juan era Papa, pero pocas veces tenía oportunidad de dar un discurso que no incluyera una plegaria y pedidos de ayuda para los damnificados por las catástrofes, que cada vez se hacían más inexplicables. Ya sus planes poco importaban a nadie, mientras las montañas escupían fuego y la tierra se abría por todas partes.
Una mañana, se le avisó a Juan que una anciana llevaba días ayunando en la puerta de su residencia, y había amenazado con dejarse morir si el Papa no la recibía en persona. “Pues vale, que venga, si es que yo no tengo nada que hacer, estoy todo el día tocándome los...” “Manuel, que te pueden oír, tienes que dejar ya ese lenguaje ¡que eres el Papa!” le reprendía Gonzalo “Si aquí todos hablan italiano o suizo, al menos déjame descargarme...” Pero sus palabras fueron interrumpidas por la entrada de la anciana, una viejecilla encorvada de pelo blanco, que avanzó lo más aprisa que pudo y se abrazó al Papa. “¡Pietro! ¡Pietrito! ¡Sono tan felice...!” “Y encima está senil...” murmuró Juan a Gonzalo. “Dios esté contigo, hermana, ten, un rosario bendito hecho con madera del huerto de los olivos...” “¡Ma qué rosario, io sólo quiero abrazarte, Pietrito! Y no sono tu hermana ¡Sono tu mamma! Éramos tan pobres ¡porca miseria! Tuvimos que darte a esos gallegos para que tuvieras buena vita... ¡y mira adónde has llegado! ¡Il Papa! ¡Si tu padre viviera para verte...! Y sacó una foto en la que ambos aparecían cargando a Manuel de pequeñito. El Papa se reconoció al instante, y escuchó la historia de la anciana emocionado. “¿Quieres venir a ver tu casa? Ahí naciste, está muy cerca…” “¿Yo nací aquí, en Roma?” “Claro, mi bambini, y ahora estás de vuelta”
El Papa se puso lívido, se apartó de la anciana y comenzó a retorcerse la sotana y a estirarse los pocos pelos que le quedaban “Esto no debe saberse, sería un desastre, me echarían la culpa de todo...” “¿De qué hablas?” le preguntó su amigo Gonzalo “¿Qué no lo ves? ¡Me llamo Pietro, y soy romano!” “Ah, Pedro el romano... el Papa del Apocalipsis... pero ya nadie cree en esas cosas, son profecías medievales” “¡Noooooo! será un desastre... pero... y si... ¡¿Y si fuera cierto?! ¡¿Y si todo esto en verdad es culpa mía?!” Juan caminaba en círculos tropezándose con la sotana. Gonzalo empezaba a exasperarse con las tonteras de su iluminado amigo “Pero no seas gilipollaaaaaaaaaaaaaaaahhh....” Fueron sus últimas palabras. Juan se arrastró hasta el borde de la grieta que había dividido la estancia en dos: “¡¡¡Gonzalo!!! ¡¡¡Gonzalo!!! ¡Respóndeme! ¿Me oyes?” “Cómo te va a oír, mi bambini, si se lo ha tragado la tierra...” Le dijo su madre agarrándose de la pared. “¿En verdad crees que hemos hecho toda esta calamitá...?” preguntó afligida. Pero Juan ya no la oía. “Tengo que renunciar, tengo que decírselos a todos, tal vez aún esté a tiempo...”
En la plaza de San Pedro, Juan, aferrándose del balcón lo mejor que podía, se dirigía a una multitud aterrada, que se movía en masa de un lado a otro tratando de esquivar las grietas que se abrían y las piedras que caían del cielo.
“Todo ha sido culpa mía, no lo sabía, pero renunciaré hoy mismo, esta hecatombe se acabará...”
“Gilipollaaaaaaas” “Tonto del culooooooo” fueron algunas de las respuestas que recibió, junto con botellas, verduras y algún zapato. “Vaya que ha venido mucha gente de mi pueblo...” alcanzó a pensar Juan, antes de oír “¡Mascalculo! ¡Mascalzone!” “¡Asshoooole!” “¡Pelotudo!” “¡Pendejo!” “¿Tenías que llamarte Pedro y ser romano? ¡Has jodido al mundo! ¡Vete a dar por el...!”
Pero no hubo tiempo para más, pronto el balcón caía al vacío, arrastrando a la multitud y al resto del planeta, que se desbarrancaba hacia el inframundo junto con el Papa Pedro el romano... o Juan XXIV... o Manolito.
miércoles, 1 de junio de 2011
Un nuevo ritual
Ipy ha sido siempre una mujer exitosa. Ya cumplió cuarenta años (un logro poco común) y trajo al mundo a catorce hijos. Su cuerpo es fornido, sus partos fueron fáciles. Aún tiene dos hijos con vida, un varón y una mujer, y numerosos nietos. Siempre supo proporcionarse buenos y abundantes alimentos. Nació para triunfar.
Pero, últimamente, sus huesos comenzaron a dolerle y ha perdido agilidad. Los pocos dientes que le quedan le hacen difícil masticar, y ya le da miedo morder algo duro, porque varias veces se le ha quedado un diente clavado en un trozo de carne.
Ipy se ha apegado especialmente a su última hija y disfruta de su compañía; comparten la comida, juntan frutas, cazan liebres, atrapan peces en el río. Nunca se han separado desde que la niña nació, y su vínculo se ha ido fortaleciendo con los años. Si bien otros niños se apartan de sus madres en cuanto pueden valerse por sí mismos, borrando a sus progenitoras de sus memorias, la hija de Ipy encontró en su madre a su mejor compañera.
Pero hoy la jovencita amaneció a los gritos; Ipy intenta levantarla del sitio en el que se halla tendida, pero la muchacha la rechaza y se convulsiona, retorciéndose. Su madre fija la vista en el vientre enorme de la niña de doce años, ve los espasmos, reconoce esos dolores; pero los gritos la ponen nerviosa y se aleja, buscando algo de calma. Se siente extraña. Toca su propio vientre, ya vacío desde hace algunos años, pero aún recuerda el dolor y lo que viene después.
Al final del día se acerca a su hija esperando encontrar un bebé, pero no hay nada, y la niña continúa a los alaridos; tampoco acepta la comida que su madre le ofrece.
Dos días han pasado y, cada vez, Ipy comprende menos por qué no aparece el niño.
Al amanecer del tercer día, halla a su hija adormecida; por suerte, ya casi no se queja, pero no hay ningún bebé ¿Dónde está? La madre se acerca a cada rato y, a medida que pasan las horas, su confusión aumenta, mientras la energía de su hija disminuye.
Finalmente, la halla profundamente dormida, con un niño entre sus piernas, aún atado a ella y rodeados por un charco de sangre. Ipy intenta cortar el cordón con los dientes, pero ya no tienen suficiente filo, así que usa una piedra cortante; luego coloca al bebé sobre el pecho de su hija, los arropa con el abrigo de piel de la niña y se va a dormir.
Al día siguiente, el llanto del recién nacido retumba estridente. Pero algo extraño le sucede a la muchacha. Su madre la toca: está rígida como un trozo de madera. Ypy se sobresalta, se queda mirándola por largo rato; siente algo horrible, aunque no sabe qué es.
Ipy toma al niño entre sus brazos, como tantas veces ha hecho con sus hijos, y lo acerca a su cuerpo, pero sus pechos ya estériles no pueden alimentarlo. Igualmente, continúa ofreciéndole su seno. El pequeño succiona con fruición hasta que, en vez de leche, brota sangre. El dolor la hace apartar a su nieto, pero continúa cargándolo sin saber qué hacer, mientras los llantos se hacen cada vez más fuertes.
Los restos de su hija han comenzado a oler. Tres hombres, el hijo de Ipy entre ellos, arrastran el cuerpo lejos del lugar. Ipy los sigue, llevando a su nieto entre sus brazos. Cavan un foso poco profundo y colocan en él el cuerpo hinchado pero, antes de que alcancen a cubrirlo, Ipy saca una fruta de su bolsa de cuero y la deposita junto al cadáver, cerca de la boca. Los hombres la miran sin comprender, y terminan su trabajo.
El llanto del niño ha comenzado a debilitarse, y su abuela se duerme junto a él. Al despertar, la criatura ya no llora. Tampoco respira. Ipy lo carga y se adentra en el bosque, donde cava un pequeño foso y lo entierra, envuelto en el abrigo de su hija. Su hijo, curioso, la ha seguido y observa extrañado esta costumbre de su madre de dejar cosas útiles en los fosos de los muertos.
Ipy se siente enferma, aunque no le duele nada. Ya se ha sentido así antes, pero esta vez es peor. No sabe qué hacer consigo misma; va a buscar frutas, como solía hacer con su hija, pero el malestar aumenta. No se come el único fruto que encuentra, no tiene hambre. Se sienta en una piedra y se queda inmóvil, mirando al vacío.
Su hijo se sienta junto a ella con un trozo de carne en la mano; se lo muestra y la toma por la cadera, colocándose detrás de ella, como siempre lo ha hecho desde la pubertad. Ipy se aleja. Su hijo insiste. Furiosa, lo rechaza con una contundente patada, no quiere aparearse ahora, no quiere nada. Su hijo le devuelve el golpe y se aleja a los gritos, llevándose la carne.
La temporada de frutas acaba de terminar, las liebres y los peces ya son demasiado rápidos para ella y su hijo no ha vuelto a acercársele para ofrecerle carne. La falta de alimento ha comenzado a consumirla, y la pérdida de fuerzas le hace cada vez más difícil conseguir sustento, sumiéndola en un círculo vicioso que, lentamente, va apagando su vida.
Desesperada por el hambre, un día quiere tomar un trozo de un animal que ha cazado un joven. La presa es grande y hay de sobra para él, su mujer de turno y ella. Ipy se acerca sigilosa a la pareja, tratando de pasar desapercibida. Arranca un trozo de carne e intenta correr, pero sus piernas ya no son lo bastante veloces y, antes de que logre alejarse, el muchacho la atrapa por un brazo, le propina un fuerte golpe de puño en la cara y le quita el bocado. Él no lo sabe, pero ha golpeado a su abuela. Dolorida y exhausta, Ipy se aleja de su nieto mayor, a quien ella tampoco reconoce, y se acurruca en un rincón apartada de los demás.
Allí pasa varios días dormitando, mientras su larga y productiva existencia va llegando a su fin. Una mañana, el olor de su cuerpo alerta al grupo. Su hijo y otros dos hombres arrastran el cadáver al bosque, hacen un pozo y lo colocan dentro. El hijo, en un impulso que no acaba de comprender, pone un hueso con carne junto a los restos de su madre. Los otros lo observan intrigados, y graban en sus memorias el nuevo ritual.
Terminado el entierro, los hombres comparten el producto de la caza del día anterior: una suculenta pierna de mamut.
Nofret.
lunes, 28 de febrero de 2011
Dos angelitos
Una vez tuve un sueño extraño. Fue muy vívido, pero lo recuerdo tan lejano que siento como si hubiera sido en otra vida. Durante muchos años lo había borrado por completo de mi mente, pero ahora ha vuelto y no puedo sacármelo de la cabeza.
Vos y yo éramos dos angelitos en el cielo ¡Ja! ¡Qué tontería! Estábamos en una fila larguísima, en la que miles de angelitos como nosotras esperaban su turno. Sin embargo, avanzaba rápido. Recuerdo que a vos te tocó antes que a mí. Nos dijeron que seríamos niñas, y que nuestra sangre se mezclaba en algún punto del pasado. Una forma un poco rebuscada de decir que seríamos de la familia (nada era muy claro en ese lugar). Así que, antes de que bajaras, nos detuvimos un minuto a charlar. También nos habían dado un papelito doblado, que teníamos terminantemente prohibido mirar. Yo, obediente, hice lo que debía: guardé mi papel en el bolsillo del camisón y ni pensé en verlo, hasta que noté que vos lo estabas desdoblando.
-Yo lo miro- dijiste, encogiéndote de hombros.
-¡Pero eso no es lo que hay que hacer! Tenemos que entregárselo cerrado a la señora de negro que está en... - pero no me dejaste terminar y ya habías abierto tu papel. Te quedaste sorprendida al principio, después te reíste:
-¡Ah, bueno! Siendo así... ¡Menos mal que lo abrí!- y tus ojos brillaron de forma extraña. Entonces no aguanté la tentación y abrí el mío. Vos viste mi papel y yo el tuyo. Y nos miramos. Yo no sé qué cara habré puesto, pero la tuya me quedó grabada: no era de enojo ni mucho menos, era tu expresión pícara y despreocupada de siempre. Era evidente que sabías qué hacer.
En eso estábamos, cuando un señor de barba blanca se nos acercó muy enojado. Nos dijo que, apenas tocáramos la tierra, debíamos olvidar lo que habíamos leído y su significado. Pero vos me miraste de reojo, y supe que no tenías la menor intención de hacerle caso.
Y te tiraste para abajo.
-¡Nos vemos!- me gritaste desde el aire. No esperaste el transporte que debía bajarnos, te tiraste en caída libre y revoloteaste un buen rato usando tus enormes alas, dejándote llevar por el viento y haciendo cabriolas. Flotabas entre las nubes ligera como una pluma, riéndote y disfrutando a pleno del viaje. Yo sacudí la cabeza. No se suponía que bajáramos así. Esperé mi transporte con las alitas bien plegadas y bajé como dios manda.
Ahora que ya te has ido, este sueño está de vueta en mi memoria y puedo ver todo con claridad, especialmente lo que estaba escrito en tu papel. Sólo era un número: treinta y cinco.
Y el mío... el mío... si yo también me hubiera acordado de él... si no lo hubiera olvidado todo apenas toqué la tierra.
.. .
Jueves, 22 de Septiembre de 2005 08:43 #. Nofret
martes, 12 de octubre de 2010
Rosa
Conocí a Rosa en uno de los tenebrosos conventillos por los que deambulé en mi adolescencia. Aunque era sólo tres años mayor que yo, con sus diecinueve años parecía serlo toda una vida. Estaba sola en la enorme casa cuando llegamos, y me cayó bien desde el principio. Nadie habría adivinado que tras su sonrisa jovial se ocultaban años en un orfanato (aunque no era huérfana, sino abandonada) y una historia de lucha sin fin. Sus padres habían vuelto por ella cuando tuvo edad de aportar a la casa, y la pusieron a trabajar de sol a sol bajo un maltrato constante. Al alcanzar la mayoría de edad, dejó la casa paterna. Pero los años de ardua labor le habían dado una resistencia casi sobrehumana para el sacrificio.
Rosa tenía tantos trabajos que ya no recuerdo cuántos eran, pero la cosa es que trabajaba todo el día, los siete días de la semana. Sin embargo, al llegar la noche no caía rendida en la cama, sino que se zambullía en libros de derecho, que devoraba como único alimento. Porque su comida muchas veces eran sólo los libros y trozos de hielo que arrancaba del congelador para engañar al estómago. Otras veces, cuando tenia suerte, mezclaba harina y agua, lo horneaba y se lo comía. Rosa dormía entre dos y tres horas por noche. Como yo me quedaba leyendo por gusto hasta la madrugada, me pedía que la llame, pero muy difícil se me hacía no dejarla dormir un par de horas más, sobre todo cuando veía que su cara se hinchaba y se ponía verde como una aceituna por falta de alimento y descanso.
El sábado a la noche, Rosa necesitaba su pausa, su aliento para seguir toda la semana, y se iba sola a bailar. Era el único momento en que la envidiaba.
Cuando se anotaba en la facultad para rendir un examen, nada la detenía. Empapelaba el comedor con ayuda memorias, y estudiaba sin parar, a veces ni para dormir una hora, a veces sin comer, hasta que volvía con una buena nota en la libreta. Sentía pasión y vocación por el derecho como nadie que yo haya conocido.
Rosa tenía hemorragias tan fuertes por la desnutrición que dejaba regueros de sangre por toda la casa. A veces yo limpiaba para ahorrarle la impresión de ver cómo se desangraba. Alguna vez cayó desmayada en el baño. Se recostó un rato, y vuelta a estudiar hasta que llegaba la hora del trabajo.
Llegó un día en que la vida me alejó de esa pensión, y en los tiempos de supervivencia, no había lugar para visitas. Creí que nunca más sabría de ella.
Hasta que, unos diez años después, vi por televisión a una abogada hablando de un resonado caso criminal. Casi me caí de la silla al leer su nombre al pie de la pantalla, realmente creí que no era ella, pero con dos nombres, dos apellidos y la misma cara, no podía ser nadie más. Después volví a verla varias veces en el diario, en importantes casos penales.
Pasaron unos diez años más, y encontré su nombre en un estudio jurídico virtual en internet. Quise escribirle, quise contactarla, pero más de veinte años de distancia y nada bueno para contar de mi parte me lo impidieron. Sin embargo, a pesar de mi corazón reseco, aún pude alegrarme por ella, porque si alguien mereció el éxito en esta vida, esa fue Rosa.
Rosa tenía tantos trabajos que ya no recuerdo cuántos eran, pero la cosa es que trabajaba todo el día, los siete días de la semana. Sin embargo, al llegar la noche no caía rendida en la cama, sino que se zambullía en libros de derecho, que devoraba como único alimento. Porque su comida muchas veces eran sólo los libros y trozos de hielo que arrancaba del congelador para engañar al estómago. Otras veces, cuando tenia suerte, mezclaba harina y agua, lo horneaba y se lo comía. Rosa dormía entre dos y tres horas por noche. Como yo me quedaba leyendo por gusto hasta la madrugada, me pedía que la llame, pero muy difícil se me hacía no dejarla dormir un par de horas más, sobre todo cuando veía que su cara se hinchaba y se ponía verde como una aceituna por falta de alimento y descanso.
El sábado a la noche, Rosa necesitaba su pausa, su aliento para seguir toda la semana, y se iba sola a bailar. Era el único momento en que la envidiaba.
Cuando se anotaba en la facultad para rendir un examen, nada la detenía. Empapelaba el comedor con ayuda memorias, y estudiaba sin parar, a veces ni para dormir una hora, a veces sin comer, hasta que volvía con una buena nota en la libreta. Sentía pasión y vocación por el derecho como nadie que yo haya conocido.
Rosa tenía hemorragias tan fuertes por la desnutrición que dejaba regueros de sangre por toda la casa. A veces yo limpiaba para ahorrarle la impresión de ver cómo se desangraba. Alguna vez cayó desmayada en el baño. Se recostó un rato, y vuelta a estudiar hasta que llegaba la hora del trabajo.
Llegó un día en que la vida me alejó de esa pensión, y en los tiempos de supervivencia, no había lugar para visitas. Creí que nunca más sabría de ella.
Hasta que, unos diez años después, vi por televisión a una abogada hablando de un resonado caso criminal. Casi me caí de la silla al leer su nombre al pie de la pantalla, realmente creí que no era ella, pero con dos nombres, dos apellidos y la misma cara, no podía ser nadie más. Después volví a verla varias veces en el diario, en importantes casos penales.
Pasaron unos diez años más, y encontré su nombre en un estudio jurídico virtual en internet. Quise escribirle, quise contactarla, pero más de veinte años de distancia y nada bueno para contar de mi parte me lo impidieron. Sin embargo, a pesar de mi corazón reseco, aún pude alegrarme por ella, porque si alguien mereció el éxito en esta vida, esa fue Rosa.
viernes, 8 de octubre de 2010
Mi amigo fiel
Tengo un amigo fiel con el que nunca pensé contar. Jamás me había imaginado cuánto apoyo podría brindarme en las más duras instancias de dolor, esas en las que todo el mundo huye despavorido. Esos momentos de suplicio desgarrante, cuando nadie quiere estar a nuestro lado. Es en esos instantes angustiosos cuando mi fiel amigo me presta su apoyo incondicional. No sé qué haría sin él, probablemente derrumbarme y caer. Pero ahora sé que siempre estará cerca de mí, que sostendrá mi cabeza atribulada y contendrá mis manos crispadas cuando lo necesite, aunque no era eso lo que esperaba de él.
Yo sólo lo quería para poner la ropa sucia. Nunca se me había ocurrido cuánto puede ayudar tener un cesto de ropa en el baño, para apoyarme durante esas diarreas espantosas.
Yo sólo lo quería para poner la ropa sucia. Nunca se me había ocurrido cuánto puede ayudar tener un cesto de ropa en el baño, para apoyarme durante esas diarreas espantosas.
martes, 3 de agosto de 2010
Otro jueguito
¿les gustan los juegos creativos? a mí me encantan, acicatean a mis musas harto perezosas. Miguel me dio la idea de importarlos para esta página, así que aquí voy.
Hicimos este en Algo para contar, a ver qué les parece. Se entiende que la idea es escribir un pequeño texto usando las palabras dadas. Aquí va mi aporte.
Agua. Papel. Peine. Sentimiento. Ilusión. Pena
Ya no quedaba nada. Ninguna ilusión, proyecto o deseo. Todo había sido barrido como un castillito de arena por el agua implacable del mar. Plasmar su sentimiento de vacío en un papel ya no le producía placer, ni pena, ni nada, así que prendió fuego su diario personal y se quedó mirando las llamas consumirlo con voracidad. Las cenizas se elevaron, cayendo luego sobre su cabello ralo. No se molestó en lavarlo, para qué, nadie lo veía desde hacía semanas. Sólo le pasó un peine y lo dejó así. Después tiró los restos de su diario a la basura. Intentó recordar cuándo lo había empezado, pero nada le vino a la cabeza. Su pasado ya no le pertenecía, era como un torbellino de recuerdos deshilvanados de alguien más. Se recostó en la cama, su último refugio, y entrecerró los ojos. Ni dormida ni despierta. Ni muerta ni viva. Apenas una sombra de lo que nunca fue.
Hicimos este en Algo para contar, a ver qué les parece. Se entiende que la idea es escribir un pequeño texto usando las palabras dadas. Aquí va mi aporte.
Agua. Papel. Peine. Sentimiento. Ilusión. Pena
Ya no quedaba nada. Ninguna ilusión, proyecto o deseo. Todo había sido barrido como un castillito de arena por el agua implacable del mar. Plasmar su sentimiento de vacío en un papel ya no le producía placer, ni pena, ni nada, así que prendió fuego su diario personal y se quedó mirando las llamas consumirlo con voracidad. Las cenizas se elevaron, cayendo luego sobre su cabello ralo. No se molestó en lavarlo, para qué, nadie lo veía desde hacía semanas. Sólo le pasó un peine y lo dejó así. Después tiró los restos de su diario a la basura. Intentó recordar cuándo lo había empezado, pero nada le vino a la cabeza. Su pasado ya no le pertenecía, era como un torbellino de recuerdos deshilvanados de alguien más. Se recostó en la cama, su último refugio, y entrecerró los ojos. Ni dormida ni despierta. Ni muerta ni viva. Apenas una sombra de lo que nunca fue.
sábado, 17 de julio de 2010
La astilla
El espejo ennegrecido colgando de la ventana le devolvió su imagen afable, serena, curtida por años de vida sin pena ni gloria. Prefería afeitarse allí, en su habitación de pensionado. Prestaba Roque poca atención a sus pertenencias, por lo que el cordoncito que sostenía el espejo acabó por cortarse ese día. El espejo se estrelló contra el piso y saltó en una lluvia de astillas que se desparramaron por el cuarto. “Bueno, ya era tiempo de comprar otro” pensó Roque, “uno de estos días me iba a degollar afeitándome con esa poquería” y juntó los pedazos en una bolsa.
Roque vivía solo, no tenía familia y su vida era un rutinario ir del trabajo a la pensión, de la pensión al trabajo. La monotonía se había adueñado de él hacía tantos años que ya no la notaba. No tenía mala relación con sus compañeros de oficina y de vivienda, aunque tampoco buena, no había nadie a quien pudiera llamar amigo, la gente tenía sus familias y no tenían tiempo para más. O no les interesaba tenerlo, lo mismo daba.
Como todas las noches, Roque puso la alarma del reloj y se recostó en su cama, que nunca se molestaba en hacer. Y fue entonces que lo sintió. Una punzada aguda en medio de la espalda. Intentó llevarse la mano al sitio, pero estaba justo en esa parte a la que no hay forma de llegar salvo que uno sea contorsionista. “Una astilla del espejo” pensó, y se levantó. El espejo del baño le mostró un punto rojo con una gotita de sangre. Roque intentó llegar al sitio adoptando con sus brazos las poses más extrañas, rascó, frotó, apretó, pero nada, no podía agarrar la condenada astilla. Cansado por el esfuerzo y por la hora, se fue a dormir. Durante unos días, no hubo más noticia de la astilla que algún sobresalto cuando apoyaba la espalda en una silla, o cuando se iba a acostar, pero poca importancia le dio, hasta que el dolor empezó a hacerse punzante y la herida a latir. Fastidiado, decidió que no tenía alternativa más que ir al médico. Ya en la guardia del hospital, le dieron unos antibióticos “¿Pero no me va a sacar la astilla?” preguntó al médico “No hacemos eso en la guardia, se hace en cirugía, va a tener que pedir un turno”. El turno resultó ser para dentro de tres semanas, así que Roque se volvió a su casa con astilla y todo. Ese día en la oficina el dolor se hacía cada vez más punzante. No estaba tan honda, sólo había que apretar un poco, y con una pincita…si podía sentirla cuando llegaba hasta ella con un dedo, lo que no podía era agarrarla. Pensó en sus compañeros ¿y si le pedía a Alfredo que se la sacara? No, haría el ridículo, no daba. ¿Y a Carlos? Descartó la idea, apenas se saludaban. ¿Y en la pensión? Tampoco, pedirle a alguien que revuelva en un absceso con una pinza no es tan simple.
Esa noche puso su reloj como siempre, pero se despertó mucho antes, bañado en sudor. Intentó levantarse, pero las piernas estaban flojas, como si tuviera una terrible gripe, así que volvió a acostarse y siguió durmiendo. De a ratos, las punzadas en la espalda lo despertaban. Volvió a intentar levantarse, pero la voluntad le falló, la habitación daba vueltas. Se desparramó boca abajo en su cama dura, y así se quedó. Durmió todo el día, y al siguiente, y al otro. No tenía hambre, la herida le latía y la habitación parecía haberse sumido en una bruma movediza. A pesar del dolor, estaba cómodo boca abajo, con la cara estrellada contra la almohada y bien cubierto con sus cobijas, a pesar de los ataques de sudor. Abría los ojos de a ratos, echaba una mirada a su alrededor con la vista perdida y volvía a cerrarlos. Un entresueño se coló en un momento de semiincociencia. Volando en el tiempo, aterrizó en el tobogán de la plaza. Un grito, un descenso brusco, y un ir a buscar a mamá “me lastimé” había llorisqueado. Recién al llegar a casa juntó valor para confiarle a su madre dónde había sido. La astilla del tobogán se había clavado sin piedad en su nalga tierna. Bajarse los pantalones ante mamá a los ocho o nueve años fue difícil, aún recordaba la vergüenza, pero mamá sacó la astilla, desinfectó y vendó la lastimadura, y consoló. Mamá…si sólo le hubiera durado un poquito más… Aún la extrañaba. Más ensueños vinieron, recuerdos, fragmentos, alguna pesadilla. Las sábanas empapadas ya no le molestaban, en realidad, ya casi ni sentía la astilla, sólo sueño.
“¿Roque?” preguntó Alfredo, el de la oficina “Pero si estaba lo más bien ¿qué le pasó?” “No se sabe, parece que fue un infarto mientras dormía, lo encontraron ayer” “Pobre, tan atento que era…” “Sí…pobre… habría que ir un rato… “No, no hay velatorio, lo llevaron directamente” “Ah… bueno… qué le vamos a hacer, no somos nada….bueno… voy al kiosco ¿alguien quiere algo?” “Galletitas y unos cigarros” “A mí traéme una Seven up…” “Pobre Roque… ¿algo más?” “¿Y si encargamos unas empanadas?” “¡Dale!”
Roque vivía solo, no tenía familia y su vida era un rutinario ir del trabajo a la pensión, de la pensión al trabajo. La monotonía se había adueñado de él hacía tantos años que ya no la notaba. No tenía mala relación con sus compañeros de oficina y de vivienda, aunque tampoco buena, no había nadie a quien pudiera llamar amigo, la gente tenía sus familias y no tenían tiempo para más. O no les interesaba tenerlo, lo mismo daba.
Como todas las noches, Roque puso la alarma del reloj y se recostó en su cama, que nunca se molestaba en hacer. Y fue entonces que lo sintió. Una punzada aguda en medio de la espalda. Intentó llevarse la mano al sitio, pero estaba justo en esa parte a la que no hay forma de llegar salvo que uno sea contorsionista. “Una astilla del espejo” pensó, y se levantó. El espejo del baño le mostró un punto rojo con una gotita de sangre. Roque intentó llegar al sitio adoptando con sus brazos las poses más extrañas, rascó, frotó, apretó, pero nada, no podía agarrar la condenada astilla. Cansado por el esfuerzo y por la hora, se fue a dormir. Durante unos días, no hubo más noticia de la astilla que algún sobresalto cuando apoyaba la espalda en una silla, o cuando se iba a acostar, pero poca importancia le dio, hasta que el dolor empezó a hacerse punzante y la herida a latir. Fastidiado, decidió que no tenía alternativa más que ir al médico. Ya en la guardia del hospital, le dieron unos antibióticos “¿Pero no me va a sacar la astilla?” preguntó al médico “No hacemos eso en la guardia, se hace en cirugía, va a tener que pedir un turno”. El turno resultó ser para dentro de tres semanas, así que Roque se volvió a su casa con astilla y todo. Ese día en la oficina el dolor se hacía cada vez más punzante. No estaba tan honda, sólo había que apretar un poco, y con una pincita…si podía sentirla cuando llegaba hasta ella con un dedo, lo que no podía era agarrarla. Pensó en sus compañeros ¿y si le pedía a Alfredo que se la sacara? No, haría el ridículo, no daba. ¿Y a Carlos? Descartó la idea, apenas se saludaban. ¿Y en la pensión? Tampoco, pedirle a alguien que revuelva en un absceso con una pinza no es tan simple.
Esa noche puso su reloj como siempre, pero se despertó mucho antes, bañado en sudor. Intentó levantarse, pero las piernas estaban flojas, como si tuviera una terrible gripe, así que volvió a acostarse y siguió durmiendo. De a ratos, las punzadas en la espalda lo despertaban. Volvió a intentar levantarse, pero la voluntad le falló, la habitación daba vueltas. Se desparramó boca abajo en su cama dura, y así se quedó. Durmió todo el día, y al siguiente, y al otro. No tenía hambre, la herida le latía y la habitación parecía haberse sumido en una bruma movediza. A pesar del dolor, estaba cómodo boca abajo, con la cara estrellada contra la almohada y bien cubierto con sus cobijas, a pesar de los ataques de sudor. Abría los ojos de a ratos, echaba una mirada a su alrededor con la vista perdida y volvía a cerrarlos. Un entresueño se coló en un momento de semiincociencia. Volando en el tiempo, aterrizó en el tobogán de la plaza. Un grito, un descenso brusco, y un ir a buscar a mamá “me lastimé” había llorisqueado. Recién al llegar a casa juntó valor para confiarle a su madre dónde había sido. La astilla del tobogán se había clavado sin piedad en su nalga tierna. Bajarse los pantalones ante mamá a los ocho o nueve años fue difícil, aún recordaba la vergüenza, pero mamá sacó la astilla, desinfectó y vendó la lastimadura, y consoló. Mamá…si sólo le hubiera durado un poquito más… Aún la extrañaba. Más ensueños vinieron, recuerdos, fragmentos, alguna pesadilla. Las sábanas empapadas ya no le molestaban, en realidad, ya casi ni sentía la astilla, sólo sueño.
“¿Roque?” preguntó Alfredo, el de la oficina “Pero si estaba lo más bien ¿qué le pasó?” “No se sabe, parece que fue un infarto mientras dormía, lo encontraron ayer” “Pobre, tan atento que era…” “Sí…pobre… habría que ir un rato… “No, no hay velatorio, lo llevaron directamente” “Ah… bueno… qué le vamos a hacer, no somos nada….bueno… voy al kiosco ¿alguien quiere algo?” “Galletitas y unos cigarros” “A mí traéme una Seven up…” “Pobre Roque… ¿algo más?” “¿Y si encargamos unas empanadas?” “¡Dale!”
jueves, 1 de julio de 2010
El botón
En la esquina frente a la escuela, el semáforo exhibe los primeros embates de la tecnología: un botón que, al presionarlo, supuestamente acelera la puesta en rojo.
Para la niña es toda una novedad, y lo presiona una y otra vez, aunque no aparente hacer mucha diferencia. Es una niña de ojos brillantes, pero tan delgada que apenas puede con su mochila llena de libros. Oprime el botón ansiosa por volver a casa a jugar con sus amigos imaginarios. De los otros no tiene, pero no le importa, puede inventarlos.
Un poco descolorido, el botón es presionado por una adolescente de ojos tristes, que apenas puede con su bolso repleto de batallas. Lo oprime sin muchas ganas, preferiría quedarse en la escuela, pero tiene que volver al infierno que alguna vez llamó hogar para seguir con su lucha. Sabe que ganará, es valiente, está en lo justo y con eso debe bastar.
Una joven de ojos soñadores pasa por la esquina de su vieja escuela, contiene un suspiro nostálgico al verla, pero no se detiene y presiona apurada el botón agrietado, está ansiosa por recuperar el tiempo. Lleva la cartera atestada de proyectos, no presta atención al cansancio de su ser prematuramente desgastado, tiene mucho qué hacer, toda una vida la espera para ser exprimida al máximo. Su férrea voluntad le garantiza un fulgurante futuro redentor.
Una mujer de ojos huecos arrastra sus huesos agotados frente a la escuela. No tiene edad, su paso de anciana desentona con su piel sin arrugas, y las cicatrices están bien ocultas bajo ropas que no renueva desde hace una década. Sólo quien la hubiera conocido desde antes notaría que su melena de león fue reemplazada por unos pocos pelos ralos, pero ya no queda nadie. Levanta la vista hacia la escuela y los huecos parecen cobrar vida por un instante, pero enseguida vuelven a apagarse, apenas puede recordar sus días allí, ya no se reconoce en ese despojo dolorido y bamboleante. Lleva las manos tan vacías como el alma.
Al llegar a la esquina, ve una marca en el poste desnudo del semáforo: el botón ya no está. Todo fue un engaño, siempre lo fue.
Para la niña es toda una novedad, y lo presiona una y otra vez, aunque no aparente hacer mucha diferencia. Es una niña de ojos brillantes, pero tan delgada que apenas puede con su mochila llena de libros. Oprime el botón ansiosa por volver a casa a jugar con sus amigos imaginarios. De los otros no tiene, pero no le importa, puede inventarlos.
Un poco descolorido, el botón es presionado por una adolescente de ojos tristes, que apenas puede con su bolso repleto de batallas. Lo oprime sin muchas ganas, preferiría quedarse en la escuela, pero tiene que volver al infierno que alguna vez llamó hogar para seguir con su lucha. Sabe que ganará, es valiente, está en lo justo y con eso debe bastar.
Una joven de ojos soñadores pasa por la esquina de su vieja escuela, contiene un suspiro nostálgico al verla, pero no se detiene y presiona apurada el botón agrietado, está ansiosa por recuperar el tiempo. Lleva la cartera atestada de proyectos, no presta atención al cansancio de su ser prematuramente desgastado, tiene mucho qué hacer, toda una vida la espera para ser exprimida al máximo. Su férrea voluntad le garantiza un fulgurante futuro redentor.
Una mujer de ojos huecos arrastra sus huesos agotados frente a la escuela. No tiene edad, su paso de anciana desentona con su piel sin arrugas, y las cicatrices están bien ocultas bajo ropas que no renueva desde hace una década. Sólo quien la hubiera conocido desde antes notaría que su melena de león fue reemplazada por unos pocos pelos ralos, pero ya no queda nadie. Levanta la vista hacia la escuela y los huecos parecen cobrar vida por un instante, pero enseguida vuelven a apagarse, apenas puede recordar sus días allí, ya no se reconoce en ese despojo dolorido y bamboleante. Lleva las manos tan vacías como el alma.
Al llegar a la esquina, ve una marca en el poste desnudo del semáforo: el botón ya no está. Todo fue un engaño, siempre lo fue.
sábado, 26 de junio de 2010
Espanto
-¿¡Qué haces aquí, abuela, si has muerto hace cinco años!?
-¿¡Qué haces tú aquí, niña, si sólo tienes quince años!?
-¿¡Qué haces tú aquí, niña, si sólo tienes quince años!?
viernes, 25 de junio de 2010
Mi vida con César
César y yo vivimos juntos durante más de diez años. No me imagino la vida sin él, siento que ha estado a mi lado desde siempre.
Al principio era muy dulce y siempre me hacía reír. Hasta que un día, a menos de un año de convivencia, sucedió la primera agresión; no fue muy fuerte, pero me dolió y, casi sin pensarlo, le devolví el golpe. Él se quedó mirándome descolocado, evidentemente no se imaginaba que era capaz de defenderme. Las agresiones se sucedieron, y se hicieron cada vez más frecuentes. Pero, ante mis respuestas, se encolerizaba más y todo se salía de control. Así que no le di demasiada importancia al asunto y opté por ignorar sus ataques de violencia, porque eran parte de él, de su masculinidad, y yo sabía que nunca sería capaz de hacerme daño realmente.
Todos quienes lo conocían lo encontraban encantador, pero Inés, mi única amiga, sabía de su temperamento y alguna vez se sinceró: "Vos y tu César... no sé cómo lo aguantás" Es que nunca lo pudo entender, sé que siempre me consideró una estúpida por quererlo así. Nunca comprendió cuánto necesitaba su compañía; y es que, cuando no estaba enojado, podía ser tan dulce como en los primeros tiempos, despertarme a la mañana con una canción, hacerme reír... y yo estaba tan sola...
Lo aceptaba como era. Y tal vez fue por eso que siempre le perdoné todo: porque era el único que me aceptaba tal cual soy ¿Por qué la violencia? Nunca lo entendí, se me hacía imposible entrar en su mente y leer sus pensamientos. Cómo me hubiera gustado poder hacerlo, especialmente cuando, por cualquier pequeñez, montaba en cólera y comenzaba a atacarme. Pero los momentos de afecto y alegría me hacían olvidar sus tontas agresiones.
Cuando enfermó sentí que mi corazón se estrujaba. Lentamente, había ido perdiendo su carácter, y siempre estaba cansado y sin apetito. Pasó poco tiempo antes de que supiera de su enfermedad. Él nunca supo lo grave que era, pero el doctor Valman me había dicho la verdad, aún recuerdo sus palabras “No hay forma de saber si el tratamiento va a funcionar, hay que esperar”; le hablé de internarlo, pero me respondió que no haría diferencia.
Una noche, César se veía especialmente mal. Temerosa, llamé a Valman: “Si mañana sigue igual, lo llevamos a la clínica” me respondió. Pero el tono de su voz no hizo sino intranquilizarme aún más.
Entré al cuarto de César y lo hallé profundamente dormido. Me descubrí llorando: "César, no me hagas ésto, te necesito" murmuraba para mis adentros "Te quiero, César" y las lágrimas corrían por mi rostro.
Siempre supe que, posiblemente, la diferencia de edad lo haría partir antes que yo, pero aún no estaba lista, no resistía la idea de perderlo.
Llevé una reposera a su habitación, y me recosté sin hacer ruido.
Finalmente, el sueño me venció. Desperté tres o cuatro horas más tarde. El cuarto estaba en penumbras. Yo estaba de espaldas a él. Intenté darme vuelta: no me atrevía; tenía terror de ver sus brillantes ojos negros cerrados para siempre.
Me revolvía en la reposera, sin hallar el valor para mirarlo. Pero él vio mis movimientos, se dio cuenta de que estaba despierta... y me dedicó su canción, la misma que me había cantado por más de diez años. Me di vuelta en un segundo: "¿César...? ¡César! ¡Estás bien!" Fui hasta el comedor y llamé al doctor Valman para contarle: “Ah, entonces el tratamiento funcionó" me respondió "Si ya está mejor, no se preocupe, se va a recuperar del todo".
Mientras hablaba con Valman, César había entrado al comedor sin que yo lo notara. Primero me dio un pellizco en un pie para que le prestara atención. Luego, dejando caer las alas y con la cola desplegada en abanico, inició su gracioso bailecito con cantos y arrullos, intentando seducirme. Como siempre, me hizo reír “¿Lo oye, doctor? Es Ave César ¡Está cantando!” El veterinario también rió y nos despedimos. Pero antes de que pudiera evitarlo, Ave César voló a mi falda y se dispuso a seguir durmiendo "Ah, no señor, no se acomode que yo me voy a la cama"; pero, cuando intenté agarrarlo para llevarlo al lavadero (su cuarto privado) la emprendió a aletazo limpio, tratando de liberarse, de imponer sus orgullosos doscientos gramos a mis tolerantes cincuenta kilos. Desde que lo encontré, un pichoncito asustado caído de su nido, no pude dejar de consentirlo. Humillado entre mis manos, pataleaba impotente y me lanzaba pellizcones con su fino piquito de tórtolo silvestre. "¡Ay, César! ¡Me dolió! ¿Tenés que enloquecerte así? Te vas a lastimar... ¡Basta! A dormir"
Antes de soltarlo, le di un beso en su cabecita azul, y me alegré por contar con su afecto incondicional durante un tiempo más, porque me haga reír, porque me dedique su canción en las mañanas.
Al principio era muy dulce y siempre me hacía reír. Hasta que un día, a menos de un año de convivencia, sucedió la primera agresión; no fue muy fuerte, pero me dolió y, casi sin pensarlo, le devolví el golpe. Él se quedó mirándome descolocado, evidentemente no se imaginaba que era capaz de defenderme. Las agresiones se sucedieron, y se hicieron cada vez más frecuentes. Pero, ante mis respuestas, se encolerizaba más y todo se salía de control. Así que no le di demasiada importancia al asunto y opté por ignorar sus ataques de violencia, porque eran parte de él, de su masculinidad, y yo sabía que nunca sería capaz de hacerme daño realmente.
Todos quienes lo conocían lo encontraban encantador, pero Inés, mi única amiga, sabía de su temperamento y alguna vez se sinceró: "Vos y tu César... no sé cómo lo aguantás" Es que nunca lo pudo entender, sé que siempre me consideró una estúpida por quererlo así. Nunca comprendió cuánto necesitaba su compañía; y es que, cuando no estaba enojado, podía ser tan dulce como en los primeros tiempos, despertarme a la mañana con una canción, hacerme reír... y yo estaba tan sola...
Lo aceptaba como era. Y tal vez fue por eso que siempre le perdoné todo: porque era el único que me aceptaba tal cual soy ¿Por qué la violencia? Nunca lo entendí, se me hacía imposible entrar en su mente y leer sus pensamientos. Cómo me hubiera gustado poder hacerlo, especialmente cuando, por cualquier pequeñez, montaba en cólera y comenzaba a atacarme. Pero los momentos de afecto y alegría me hacían olvidar sus tontas agresiones.
Cuando enfermó sentí que mi corazón se estrujaba. Lentamente, había ido perdiendo su carácter, y siempre estaba cansado y sin apetito. Pasó poco tiempo antes de que supiera de su enfermedad. Él nunca supo lo grave que era, pero el doctor Valman me había dicho la verdad, aún recuerdo sus palabras “No hay forma de saber si el tratamiento va a funcionar, hay que esperar”; le hablé de internarlo, pero me respondió que no haría diferencia.
Una noche, César se veía especialmente mal. Temerosa, llamé a Valman: “Si mañana sigue igual, lo llevamos a la clínica” me respondió. Pero el tono de su voz no hizo sino intranquilizarme aún más.
Entré al cuarto de César y lo hallé profundamente dormido. Me descubrí llorando: "César, no me hagas ésto, te necesito" murmuraba para mis adentros "Te quiero, César" y las lágrimas corrían por mi rostro.
Siempre supe que, posiblemente, la diferencia de edad lo haría partir antes que yo, pero aún no estaba lista, no resistía la idea de perderlo.
Llevé una reposera a su habitación, y me recosté sin hacer ruido.
Finalmente, el sueño me venció. Desperté tres o cuatro horas más tarde. El cuarto estaba en penumbras. Yo estaba de espaldas a él. Intenté darme vuelta: no me atrevía; tenía terror de ver sus brillantes ojos negros cerrados para siempre.
Me revolvía en la reposera, sin hallar el valor para mirarlo. Pero él vio mis movimientos, se dio cuenta de que estaba despierta... y me dedicó su canción, la misma que me había cantado por más de diez años. Me di vuelta en un segundo: "¿César...? ¡César! ¡Estás bien!" Fui hasta el comedor y llamé al doctor Valman para contarle: “Ah, entonces el tratamiento funcionó" me respondió "Si ya está mejor, no se preocupe, se va a recuperar del todo".
Mientras hablaba con Valman, César había entrado al comedor sin que yo lo notara. Primero me dio un pellizco en un pie para que le prestara atención. Luego, dejando caer las alas y con la cola desplegada en abanico, inició su gracioso bailecito con cantos y arrullos, intentando seducirme. Como siempre, me hizo reír “¿Lo oye, doctor? Es Ave César ¡Está cantando!” El veterinario también rió y nos despedimos. Pero antes de que pudiera evitarlo, Ave César voló a mi falda y se dispuso a seguir durmiendo "Ah, no señor, no se acomode que yo me voy a la cama"; pero, cuando intenté agarrarlo para llevarlo al lavadero (su cuarto privado) la emprendió a aletazo limpio, tratando de liberarse, de imponer sus orgullosos doscientos gramos a mis tolerantes cincuenta kilos. Desde que lo encontré, un pichoncito asustado caído de su nido, no pude dejar de consentirlo. Humillado entre mis manos, pataleaba impotente y me lanzaba pellizcones con su fino piquito de tórtolo silvestre. "¡Ay, César! ¡Me dolió! ¿Tenés que enloquecerte así? Te vas a lastimar... ¡Basta! A dormir"
Antes de soltarlo, le di un beso en su cabecita azul, y me alegré por contar con su afecto incondicional durante un tiempo más, porque me haga reír, porque me dedique su canción en las mañanas.
jueves, 24 de junio de 2010
Un nuevo ritual
Ipy ha sido siempre una mujer exitosa. Ya cumplió cuarenta años (un logro poco común) y trajo al mundo a catorce hijos. Su cuerpo es fornido, sus partos fueron fáciles. Aún tiene dos hijos con vida, un varón y una mujer, y numerosos nietos. Siempre supo proporcionarse buenos y abundantes alimentos. Nació para triunfar.
Pero, últimamente, sus huesos comenzaron a dolerle y ha perdido agilidad. Los pocos dientes que le quedan le hacen difícil masticar, y ya le da miedo morder algo duro, porque varias veces se le ha quedado un diente clavado en un trozo de carne.
Ipy se ha apegado especialmente a su última hija y disfruta de su compañía; comparten la comida, juntan frutas, cazan liebres, atrapan peces en el río. Nunca se han separado desde que la niña nació, y su vínculo se ha ido fortaleciendo con los años. Si bien otros niños se apartan de sus madres en cuanto pueden valerse por sí mismos, borrando a sus progenitoras de sus memorias, la hija de Ipy encontró en su madre a su mejor compañera.
Pero hoy la jovencita amaneció a los gritos; Ipy intenta levantarla del sitio en el que se halla tendida, pero la muchacha la rechaza y se convulsiona, retorciéndose. Su madre fija la vista en el vientre enorme de la niña de doce años, ve los espasmos, reconoce esos dolores; pero los gritos la ponen nerviosa y se aleja, buscando algo de calma. Se siente extraña. Toca su propio vientre, ya vacío desde hace algunos años, pero aún recuerda el dolor y lo que viene después.
Al final del día se acerca a su hija esperando encontrar un bebé, pero no hay nada, y la niña continúa a los alaridos; tampoco acepta la comida que su madre le ofrece.
Dos días han pasado y, cada vez, Ipy comprende menos por qué no aparece el niño.
Al amanecer del tercer día, halla a su hija adormecida; por suerte, ya casi no se queja, pero no hay ningún bebé ¿Dónde está? La madre se acerca a cada rato y, a medida que pasan las horas, su confusión aumenta, mientras la energía de su hija disminuye.
Finalmente, la halla profundamente dormida, con un niño entre sus piernas, aún atado a ella y rodeados por un charco de sangre. Ipy intenta cortar el cordón con los dientes, pero ya no tienen suficiente filo, así que usa una piedra cortante; luego coloca al bebé sobre el pecho de su hija, los arropa con el abrigo de piel de la niña y se va a dormir.
Al día siguiente, el llanto del recién nacido retumba estridente. Pero algo extraño le sucede a la muchacha. Su madre la toca: está rígida como un trozo de madera. Se sobresalta, se queda mirándola por largo rato; siente algo horrible, aunque no sabe qué es.
Ipy toma al niño entre sus brazos, como tantas veces ha hecho con sus hijos, y lo acerca a su cuerpo, pero sus pechos ya estériles no pueden alimentarlo. Igualmente, continúa ofreciéndole su seno. El pequeño succiona con fruición hasta que, en vez de leche, brota sangre. El dolor la hace apartar a su nieto, pero continúa cargándolo sin saber qué hacer, mientras los llantos se hacen cada vez más fuertes.
Los restos de su hija han comenzado a oler. Tres hombres, el hijo de Ipy entre ellos, arrastran el cuerpo lejos del lugar. Ipy los sigue, llevando a su nieto entre sus brazos. Cavan un foso poco profundo y colocan en él el cuerpo hinchado pero, antes de que alcancen a cubrirlo, Ipy saca una fruta de su bolsa de cuero y la deposita junto al cadáver, cerca de la boca. Los hombres la miran sin comprender, y terminan su trabajo.
El llanto del niño ha comenzado a debilitarse, y su abuela se duerme junto a él. Al despertar, la criatura ya no llora. Tampoco respira. Ipy lo carga y se adentra en el bosque, donde cava un pequeño foso y lo entierra, envuelto en el abrigo de su hija. Su hijo, curioso, la ha seguido y observa extrañado esta costumbre de su madre de dejar cosas útiles en los fosos de los muertos.
Ipy se siente enferma, aunque no le duele nada. Ya se ha sentido así antes, pero esta vez es peor. No sabe qué hacer consigo misma; va a buscar frutas, como solía hacer con su hija, pero el malestar aumenta. No se come el único fruto que encuentra, no tiene hambre. Se sienta en una piedra y se queda inmóvil, mirando al vacío.
Su hijo se sienta junto a ella con un trozo de carne en la mano; se lo muestra y la toma por la cadera, colocándose detrás de ella, como siempre lo ha hecho desde la pubertad. Ipy se aleja. Su hijo insiste. Furiosa, lo rechaza con una contundente patada, no quiere aparearse ahora, no quiere nada. Su hijo le devuelve el golpe y se aleja a los gritos, llevándose la carne.
La temporada de frutas acaba de terminar, las liebres y los peces ya son demasiado rápidos para ella y su hijo no ha vuelto a acercársele para ofrecerle carne. La falta de alimento ha comenzado a consumirla, y la pérdida de fuerzas le hace cada vez más difícil conseguir sustento, sumiéndola en un círculo vicioso que, lentamente, va apagando su vida.
Desesperada por el hambre, un día quiere tomar un trozo de un animal que ha cazado un joven. La presa es grande y hay de sobra para él, su mujer de turno y ella. Ipy se acerca sigilosa a la pareja, tratando de pasar desapercibida. Arranca un trozo de carne e intenta correr, pero sus piernas ya no son lo bastante veloces y, antes de que logre alejarse, el muchacho la atrapa por un brazo, le propina un fuerte golpe de puño en la cara y le quita el bocado. Él no lo sabe, pero ha golpeado a su abuela. Dolorida y exhausta, Ipy se aleja de su nieto mayor, a quien ella tampoco reconoce, y se acurruca en un rincón apartada de los demás.
Allí pasa varios días dormitando, mientras su larga y productiva existencia va llegando a su fin. Una mañana, el olor de su cuerpo alerta al grupo. Su hijo y otros dos hombres arrastran el cadáver al bosque, hacen un pozo y lo colocan dentro. El hijo, en un impulso que no acaba de comprender, pone un hueso con carne junto a los restos de su madre. Los otros lo observan intrigados, y graban en sus memorias el nuevo ritual.
Terminado el entierro, los hombres comparten el producto de la caza del día anterior: una suculenta pierna de mamut.
Pero, últimamente, sus huesos comenzaron a dolerle y ha perdido agilidad. Los pocos dientes que le quedan le hacen difícil masticar, y ya le da miedo morder algo duro, porque varias veces se le ha quedado un diente clavado en un trozo de carne.
Ipy se ha apegado especialmente a su última hija y disfruta de su compañía; comparten la comida, juntan frutas, cazan liebres, atrapan peces en el río. Nunca se han separado desde que la niña nació, y su vínculo se ha ido fortaleciendo con los años. Si bien otros niños se apartan de sus madres en cuanto pueden valerse por sí mismos, borrando a sus progenitoras de sus memorias, la hija de Ipy encontró en su madre a su mejor compañera.
Pero hoy la jovencita amaneció a los gritos; Ipy intenta levantarla del sitio en el que se halla tendida, pero la muchacha la rechaza y se convulsiona, retorciéndose. Su madre fija la vista en el vientre enorme de la niña de doce años, ve los espasmos, reconoce esos dolores; pero los gritos la ponen nerviosa y se aleja, buscando algo de calma. Se siente extraña. Toca su propio vientre, ya vacío desde hace algunos años, pero aún recuerda el dolor y lo que viene después.
Al final del día se acerca a su hija esperando encontrar un bebé, pero no hay nada, y la niña continúa a los alaridos; tampoco acepta la comida que su madre le ofrece.
Dos días han pasado y, cada vez, Ipy comprende menos por qué no aparece el niño.
Al amanecer del tercer día, halla a su hija adormecida; por suerte, ya casi no se queja, pero no hay ningún bebé ¿Dónde está? La madre se acerca a cada rato y, a medida que pasan las horas, su confusión aumenta, mientras la energía de su hija disminuye.
Finalmente, la halla profundamente dormida, con un niño entre sus piernas, aún atado a ella y rodeados por un charco de sangre. Ipy intenta cortar el cordón con los dientes, pero ya no tienen suficiente filo, así que usa una piedra cortante; luego coloca al bebé sobre el pecho de su hija, los arropa con el abrigo de piel de la niña y se va a dormir.
Al día siguiente, el llanto del recién nacido retumba estridente. Pero algo extraño le sucede a la muchacha. Su madre la toca: está rígida como un trozo de madera. Se sobresalta, se queda mirándola por largo rato; siente algo horrible, aunque no sabe qué es.
Ipy toma al niño entre sus brazos, como tantas veces ha hecho con sus hijos, y lo acerca a su cuerpo, pero sus pechos ya estériles no pueden alimentarlo. Igualmente, continúa ofreciéndole su seno. El pequeño succiona con fruición hasta que, en vez de leche, brota sangre. El dolor la hace apartar a su nieto, pero continúa cargándolo sin saber qué hacer, mientras los llantos se hacen cada vez más fuertes.
Los restos de su hija han comenzado a oler. Tres hombres, el hijo de Ipy entre ellos, arrastran el cuerpo lejos del lugar. Ipy los sigue, llevando a su nieto entre sus brazos. Cavan un foso poco profundo y colocan en él el cuerpo hinchado pero, antes de que alcancen a cubrirlo, Ipy saca una fruta de su bolsa de cuero y la deposita junto al cadáver, cerca de la boca. Los hombres la miran sin comprender, y terminan su trabajo.
El llanto del niño ha comenzado a debilitarse, y su abuela se duerme junto a él. Al despertar, la criatura ya no llora. Tampoco respira. Ipy lo carga y se adentra en el bosque, donde cava un pequeño foso y lo entierra, envuelto en el abrigo de su hija. Su hijo, curioso, la ha seguido y observa extrañado esta costumbre de su madre de dejar cosas útiles en los fosos de los muertos.
Ipy se siente enferma, aunque no le duele nada. Ya se ha sentido así antes, pero esta vez es peor. No sabe qué hacer consigo misma; va a buscar frutas, como solía hacer con su hija, pero el malestar aumenta. No se come el único fruto que encuentra, no tiene hambre. Se sienta en una piedra y se queda inmóvil, mirando al vacío.
Su hijo se sienta junto a ella con un trozo de carne en la mano; se lo muestra y la toma por la cadera, colocándose detrás de ella, como siempre lo ha hecho desde la pubertad. Ipy se aleja. Su hijo insiste. Furiosa, lo rechaza con una contundente patada, no quiere aparearse ahora, no quiere nada. Su hijo le devuelve el golpe y se aleja a los gritos, llevándose la carne.
La temporada de frutas acaba de terminar, las liebres y los peces ya son demasiado rápidos para ella y su hijo no ha vuelto a acercársele para ofrecerle carne. La falta de alimento ha comenzado a consumirla, y la pérdida de fuerzas le hace cada vez más difícil conseguir sustento, sumiéndola en un círculo vicioso que, lentamente, va apagando su vida.
Desesperada por el hambre, un día quiere tomar un trozo de un animal que ha cazado un joven. La presa es grande y hay de sobra para él, su mujer de turno y ella. Ipy se acerca sigilosa a la pareja, tratando de pasar desapercibida. Arranca un trozo de carne e intenta correr, pero sus piernas ya no son lo bastante veloces y, antes de que logre alejarse, el muchacho la atrapa por un brazo, le propina un fuerte golpe de puño en la cara y le quita el bocado. Él no lo sabe, pero ha golpeado a su abuela. Dolorida y exhausta, Ipy se aleja de su nieto mayor, a quien ella tampoco reconoce, y se acurruca en un rincón apartada de los demás.
Allí pasa varios días dormitando, mientras su larga y productiva existencia va llegando a su fin. Una mañana, el olor de su cuerpo alerta al grupo. Su hijo y otros dos hombres arrastran el cadáver al bosque, hacen un pozo y lo colocan dentro. El hijo, en un impulso que no acaba de comprender, pone un hueso con carne junto a los restos de su madre. Los otros lo observan intrigados, y graban en sus memorias el nuevo ritual.
Terminado el entierro, los hombres comparten el producto de la caza del día anterior: una suculenta pierna de mamut.
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