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Salud y fuerza

viernes, 3 de junio de 2011

Pietro Romano


Manolito tenía dos años cuando fue recibido por sus padres adoptivos, en un pueblito de Galicia. Fue educado en su ancestral fe católica, pero Manolito parecía tomarse las cosas de la fe muy en serio, casi demasiado, llegando al punto de preocupar a sus devota familia. No se perdía una misa, es más, iba también en medio de la semana y se pasaba las horas en la iglesia. No había que insistirle para que rece sus oraciones antes de dormir, sino más bien para que dejara de hacerlo y se acostara de una vez. Manolito practicaba la caridad cristiana hasta que lo tomaban por tonto, regalaba sus juguetes y útiles escolares a otros niños, aunque no siempre los necesitaban en verdad. Pero Manolito nunca desconfiaba, ni adivinaba la mala intención de sus compañeros al pedirle sus cosas.
Sin embargo, con el paso de los años, Manuel se despabiló. Practicaba la caridad, pero sólo con quien la necesitaba. Ya nadie le tomaba por tonto, sino todo lo contrario: se destacaba en sus estudios, y llegó a ser el mejor alumno de la escuela. También gozaba de gran popularidad por su carácter amigable y honesto (aunque también fuerte y decidido), y por estar siempre disponible para dar una mano a cualquier amigo (o desconocido) que la necesitara.
Sus padres no tomaron muy bien la noticia, aunque tampoco les sorprendió. Era su único hijo, lo querían cerca de ellos y deseaban nietos, pero tuvieron que aceptar la decisión de Manuel. Al poco tiempo, ingresó al seminario.
Como seminarista, la cosa no cambió mucho, el joven continuó destacándose cada vez más.
Así pasaron los años y, gracias a sus condiciones, Manuel fue escalando en la jerarquía eclesiástica hasta convertirse en arzobispo y pronto en cardenal. Sin embargo, no era ambición lo que le impulsaba, Manuel en verdad quería hacer bien las cosas. Pasaba horas meditando sobre todos los cambios que, a su juicio, podrían beneficiar a los fieles.
Ante la muerte del Papa, los rumores comenzaron a correr por el vaticano, donde Manuel fue convocado junto con los demás cardenales. Los había oído, sin embargo, la decisión casi lo mató de un síncope, no creyó que en verdad sucedería: Manuel era el nuevo Papa. Luego de recuperarse de un ataque de pánico, comenzó a hacer planes con avidez, había tanto para hacer, tanto por cambiar, por mejorar. Atosigó de trabajo a sus asistentes, y él mismo trabajaba tantas horas que solía caer dormido sobre el escritorio, y hasta cabeceaba en los actos oficiales. Gonzalo, su secretario personal y mejor amigo siempre estaba a su lado para darle un oportuno y disimulado puntapié o pellizco cuando veía que los párpados se le cerraban y se inclinaba peligrosamente hacia atrás, susurrándole al oído “¡Joder, Manuel, que te vas a caer otra vez!” Pero algunas veces no hizo a tiempo y el Papa Juan XXIV, que así se llamaba ahora Manuel, quedaba aparatosamente tendido en medio de la capilla sixtina. A pesar de los frecuentes papelones, sus sabias decisiones le habían dado a Juan el afecto de sus feligreses, y el respeto de quienes no compartían su fe.
Pero Juan no estaba muy contento. A decir verdad, nadie lo estaba por esos días, eran tantas las catástrofes naturales que asolaban al mundo que ya los noticieros parecían películas de desastres. “¿Y hoy qué ha pasado?” solía ser el temeroso saludo matutino de Juan, que obtenía siempre por respuesta “Un volcán en Italia, un tsunami en Asia, un huracán en México, un terremoto en Chile, una plaga en África....” Hasta el propio Vaticano temblaba frecuentemente, desconcertando a los meteorólogos y haciendo rodar religiosos y asistentes por el piso.
Hacía sólo seis meses que Juan era Papa, pero pocas veces tenía oportunidad de dar un discurso que no incluyera una plegaria y pedidos de ayuda para los damnificados por las catástrofes, que cada vez se hacían más inexplicables. Ya sus planes poco importaban a nadie, mientras las montañas escupían fuego y la tierra se abría por todas partes.
Una mañana, se le avisó a Juan que una anciana llevaba días ayunando en la puerta de su residencia, y había amenazado con dejarse morir si el Papa no la recibía en persona. “Pues vale, que venga, si es que yo no tengo nada que hacer, estoy todo el día tocándome los...” “Manuel, que te pueden oír, tienes que dejar ya ese lenguaje ¡que eres el Papa!” le reprendía Gonzalo “Si aquí todos hablan italiano o suizo, al menos déjame descargarme...” Pero sus palabras fueron interrumpidas por la entrada de la anciana, una viejecilla encorvada de pelo blanco, que avanzó lo más aprisa que pudo y se abrazó al Papa. “¡Pietro! ¡Pietrito! ¡Sono tan felice...!” “Y encima está senil...” murmuró Juan a Gonzalo. “Dios esté contigo, hermana, ten, un rosario bendito hecho con madera del huerto de los olivos...” “¡Ma qué rosario, io sólo quiero abrazarte, Pietrito! Y no sono tu hermana ¡Sono tu mamma! Éramos tan pobres ¡porca miseria! Tuvimos que darte a esos gallegos para que tuvieras buena vita... ¡y mira adónde has llegado! ¡Il Papa! ¡Si tu padre viviera para verte...! Y sacó una foto en la que ambos aparecían cargando a Manuel de pequeñito. El Papa se reconoció al instante, y escuchó la historia de la anciana emocionado. “¿Quieres venir a ver tu casa? Ahí naciste, está muy cerca…” “¿Yo nací aquí, en Roma?” “Claro, mi bambini, y ahora estás de vuelta”
El Papa se puso lívido, se apartó de la anciana y comenzó a retorcerse la sotana y a estirarse los pocos pelos que le quedaban “Esto no debe saberse, sería un desastre, me echarían la culpa de todo...” “¿De qué hablas?” le preguntó su amigo Gonzalo “¿Qué no lo ves? ¡Me llamo Pietro, y soy romano!” “Ah, Pedro el romano... el Papa del Apocalipsis... pero ya nadie cree en esas cosas, son profecías medievales” “¡Noooooo! será un desastre... pero... y si... ¡¿Y si fuera cierto?! ¡¿Y si todo esto en verdad es culpa mía?!” Juan caminaba en círculos tropezándose con la sotana. Gonzalo empezaba a exasperarse con las tonteras de su iluminado amigo “Pero no seas gilipollaaaaaaaaaaaaaaaahhh....” Fueron sus últimas palabras. Juan se arrastró hasta el borde de la grieta que había dividido la estancia en dos: “¡¡¡Gonzalo!!! ¡¡¡Gonzalo!!! ¡Respóndeme! ¿Me oyes?” “Cómo te va a oír, mi bambini, si se lo ha tragado la tierra...” Le dijo su madre agarrándose de la pared. “¿En verdad crees que hemos hecho toda esta calamitá...?” preguntó afligida. Pero Juan ya no la oía. “Tengo que renunciar, tengo que decírselos a todos, tal vez aún esté a tiempo...”
En la plaza de San Pedro, Juan, aferrándose del balcón lo mejor que podía, se dirigía a una multitud aterrada, que se movía en masa de un lado a otro tratando de esquivar las grietas que se abrían y las piedras que caían del cielo.
“Todo ha sido culpa mía, no lo sabía, pero renunciaré hoy mismo, esta hecatombe se acabará...”
“Gilipollaaaaaaas” “Tonto del culooooooo” fueron algunas de las respuestas que recibió, junto con botellas, verduras y algún zapato. “Vaya que ha venido mucha gente de mi pueblo...” alcanzó a pensar Juan, antes de oír “¡Mascalculo! ¡Mascalzone!” “¡Asshoooole!” “¡Pelotudo!” “¡Pendejo!” “¿Tenías que llamarte Pedro y ser romano? ¡Has jodido al mundo! ¡Vete a dar por el...!”
Pero no hubo tiempo para más, pronto el balcón caía al vacío, arrastrando a la multitud y al resto del planeta, que se desbarrancaba hacia el inframundo junto con el Papa Pedro el romano... o Juan XXIV... o Manolito.

4 comentarios:

  1. He puesto este relato de Nofret ¡es buenísimo y original! que me lo envió Mabel. Lo leí, no lo había leído nunca Mabel, y me encantó, bien me dijiste que era un magnífico relato,realmente el ingenio de Nofret era excelente, en este relato, como en otros de ella, nos demuestra cómo escribía esta niña.

    gracias Mabel.

    un beso

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  2. Vaya, al principio creí que era tuyo Espuma.
    Mabel, me alegra tanto que estes en contacto con nosotros y publiques tus escritos, o los de Nofret aquí.

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  3. Espumosa: gracias por colgar el texto. Estoy intentando entrar como Mabel y no seguir como anónimo.
    Besos.

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  4. Lo logreeeeeee!!!!!!!!!!!!!

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