Aquella noche maldita, Eustaquio supo que las brujas estaban
jugando con él, cuando su asno, ese animal fiel que siempre lo llevaba a la vivienda
de su novia, no sabía como regresar a su propia casa.
El camino que Febo, el burro, se sabía de memoria, de pronto
parecía un laberinto imposible de salvar y a cada recoveco del camino Eustaquio
y su rucio, volvían a empezar la ruta.
Febo rebuznaba despavorido mientras que el hombre, subido en
su grupa, desfallecía de terror. Vueltas y revueltas hasta que amaneció y por
fin pudieron regresar a casa, sanos y salvos, pero sin corazón en el cuerpo.
Cuando Eustaquio fue a ver, esta vez a pleno día, a su novia
Fidelia y le narró la odisea, ella le confirmó.
—Era noche de aquelarre y las brujas danzaban en el llano. Da
gracias a Dios de que no te ocurrió nada ¿Llevas el escapulario que te dio tu
madre? Eso te salvó.
El hombre asintió aferrando con su mano el colgante con
santa Policarpia, patrona de los perdidos.
— ¿Me lo dejas? —preguntó ella melosa— es que mi casa está
aislada y tengo miedo.
El enamorado lo
desprendió de su cuello entregándoselo.
— ¿Vendrás a verme esta noche? —inquirió ella mientras
guardaba la reliquia.
La sonrisa maléfica de Fidelia, que acrecentó la verruga de
su nariz, cuando veía marchar a su amado en el burro, hubiera puesto el pelo de
punta al novio y a su pollino. Si la hubieran visto.