Eso era todo lo que recordaba de su familia, el rostro de su madre era igual al de todas las mujeres que conoció y tal vez, igual al de alguna a la que amó. Las manos, por el contrario, casi nunca eran las mismas, algunas suaves como seda y otras duras pero seguras como candados imposibles de abrir.
Subiendo y bajando escalones por los años que llevaba vivo, alcanzó montañas, cruzó cordilleras, navegó ríos calientes de sangre dulce, se sació en volcanes, jugó con los dientes. Mas de una ocasión mordió con rabia y con celos, sin embargo sus labios sonríen, porque a pesar de los desengaños, soñó muchas veces, se atrevió otras tantas, dijo que sí cuando otros pronunciaron el no y aunque el corazón se le rompió en mil pedazos, sus dedos lograron recoger algunos y guardárselos en el bolsillo.
No es casualidad, que otro domingo, en una calle cualquiera de una ciudad cualquiera, también su mano se soltara de otra mano - amada de distinta forma - pero con las mismas consecuencias. Estaba solo, viendo el mundo pasar.
Buscó refugio en el primer lugar que se le ofreció: un restaurante grasiento y descuidado. No importaba. Necesitaba respirar profundo, morderse los labios, llamar a su cuerpo y a su mente a ver si por fin se ponían de acuerdo, y mientras los esperaba, vio un bolso rojo colgando de una percha.
Era un bolso de cuero granate y parecía llevar mil años allí, esperándolo. Era el bolso de su madre, el que llevaba aquel domingo.
No esperó a que su cuerpo y su mente se sentaran a la mesa, es más, no los escuchó esta vez. Ya habían abusado bastante de él, confundiéndolo día tras día. Emprendió el camino, sus pasos lo llevaron por la gran avenida, luego a una calle trasversal, más tarde a una callejuela que desembocó en un solar abandonado donde había un Lada naranja, sin llantas, oxidado y sin cristales. Se subió y noto que el viejo motor, después de estremecerse, lo saludó con alegría. En ese coche hizo el amor por primera vez.
El Lada lo condujo ahora muy despacio, pasó por su vieja universidad, luego su primer apartamento - el de su grito de independencia - el viejo teatro, los bares que frecuentaba cuando no podía pagarse los cubatas hasta que un aguacero torrencial se coló entre los ventrículos del motor y ya no pudo seguir.
No importaba. Le gusta sentir los aguaceros tropicales en su rostro. Le gusta mirar al cielo y dejar que el agua le golpee los párpados y resbale por sus mejillas o se meta en su boca. Una vez que está empapado, esto lo hace siempre, se resguarda bajo un portal y contempla la lluvia hasta que cesa.
Con el cielo azul de nuevo sobre su cabeza, empieza a caminar, hunde sus botas en el barro y trastabillea a cada paso, pero a cada paso va encontrando las cosas perdidas de su infancia, aquellas botellas de coca-cola que le gustaban de pequeño. Las recoge, las mima en la palma de su mano, se detiene a seguir sus curvas y en ese tránsito viaja hasta sus cinco años cuando todos los chicos del barrio las coleccionaban, recordó la algarabía al lado del carro repartidor y las carreras por ser el primero antes de que…
Ah, si, aquella niña que le hacía doler el estómago, aquella que corría más que él y que se llevaba todas las botellas mientras él la miraba con lágrimas en los ojos.
Se mete las botellas en el bolsillo apresuradamente. Ya siente su aliento en la nuca, y con el, el miedo de que se las robe lo paraliza otra vez.
Gladys me encantó tu cuento, pero tuve
ResponderEliminarque leerlo más de una vez para lograr asimilar
todo lo que dices en el (todavía estoy débil)
pero lo disfruté.
Besos.
Gracias Mabel, me alegra que te haya gustado. Recupérate pronto por favor!!!
ResponderEliminarPrecioso poema en prosa, si te fijas, dominan los tercetos; los cuartetos describen y los pareados reafirman la acción. Un ritmo delicioso.
ResponderEliminarBesos
Piedra
Gracias Piedra. Me alegra que te haya gustado y sobre todo que pases por esta casa.
ResponderEliminarPor favor no nos perdamos, formamos un gran equipo y sería una pena.
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