César y yo vivimos juntos durante más de diez años. No me imagino la vida sin él, siento que ha estado a mi lado desde siempre.
Al principio era muy dulce y siempre me hacía reír. Hasta que un día, a menos de un año de convivencia, sucedió la primera agresión; no fue muy fuerte, pero me dolió y, casi sin pensarlo, le devolví el golpe. Él se quedó mirándome descolocado, evidentemente no se imaginaba que era capaz de defenderme. Las agresiones se sucedieron, y se hicieron cada vez más frecuentes. Pero, ante mis respuestas, se encolerizaba más y todo se salía de control. Así que no le di demasiada importancia al asunto y opté por ignorar sus ataques de violencia, porque eran parte de él, de su masculinidad, y yo sabía que nunca sería capaz de hacerme daño realmente.
Todos quienes lo conocían lo encontraban encantador, pero Inés, mi única amiga, sabía de su temperamento y alguna vez se sinceró: "Vos y tu César... no sé cómo lo aguantás" Es que nunca lo pudo entender, sé que siempre me consideró una estúpida por quererlo así. Nunca comprendió cuánto necesitaba su compañía; y es que, cuando no estaba enojado, podía ser tan dulce como en los primeros tiempos, despertarme a la mañana con una canción, hacerme reír... y yo estaba tan sola...
Lo aceptaba como era. Y tal vez fue por eso que siempre le perdoné todo: porque era el único que me aceptaba tal cual soy ¿Por qué la violencia? Nunca lo entendí, se me hacía imposible entrar en su mente y leer sus pensamientos. Cómo me hubiera gustado poder hacerlo, especialmente cuando, por cualquier pequeñez, montaba en cólera y comenzaba a atacarme. Pero los momentos de afecto y alegría me hacían olvidar sus tontas agresiones.
Cuando enfermó sentí que mi corazón se estrujaba. Lentamente, había ido perdiendo su carácter, y siempre estaba cansado y sin apetito. Pasó poco tiempo antes de que supiera de su enfermedad. Él nunca supo lo grave que era, pero el doctor Valman me había dicho la verdad, aún recuerdo sus palabras “No hay forma de saber si el tratamiento va a funcionar, hay que esperar”; le hablé de internarlo, pero me respondió que no haría diferencia.
Una noche, César se veía especialmente mal. Temerosa, llamé a Valman: “Si mañana sigue igual, lo llevamos a la clínica” me respondió. Pero el tono de su voz no hizo sino intranquilizarme aún más.
Entré al cuarto de César y lo hallé profundamente dormido. Me descubrí llorando: "César, no me hagas ésto, te necesito" murmuraba para mis adentros "Te quiero, César" y las lágrimas corrían por mi rostro.
Siempre supe que, posiblemente, la diferencia de edad lo haría partir antes que yo, pero aún no estaba lista, no resistía la idea de perderlo.
Llevé una reposera a su habitación, y me recosté sin hacer ruido.
Finalmente, el sueño me venció. Desperté tres o cuatro horas más tarde. El cuarto estaba en penumbras. Yo estaba de espaldas a él. Intenté darme vuelta: no me atrevía; tenía terror de ver sus brillantes ojos negros cerrados para siempre.
Me revolvía en la reposera, sin hallar el valor para mirarlo. Pero él vio mis movimientos, se dio cuenta de que estaba despierta... y me dedicó su canción, la misma que me había cantado por más de diez años. Me di vuelta en un segundo: "¿César...? ¡César! ¡Estás bien!" Fui hasta el comedor y llamé al doctor Valman para contarle: “Ah, entonces el tratamiento funcionó" me respondió "Si ya está mejor, no se preocupe, se va a recuperar del todo".
Mientras hablaba con Valman, César había entrado al comedor sin que yo lo notara. Primero me dio un pellizco en un pie para que le prestara atención. Luego, dejando caer las alas y con la cola desplegada en abanico, inició su gracioso bailecito con cantos y arrullos, intentando seducirme. Como siempre, me hizo reír “¿Lo oye, doctor? Es Ave César ¡Está cantando!” El veterinario también rió y nos despedimos. Pero antes de que pudiera evitarlo, Ave César voló a mi falda y se dispuso a seguir durmiendo "Ah, no señor, no se acomode que yo me voy a la cama"; pero, cuando intenté agarrarlo para llevarlo al lavadero (su cuarto privado) la emprendió a aletazo limpio, tratando de liberarse, de imponer sus orgullosos doscientos gramos a mis tolerantes cincuenta kilos. Desde que lo encontré, un pichoncito asustado caído de su nido, no pude dejar de consentirlo. Humillado entre mis manos, pataleaba impotente y me lanzaba pellizcones con su fino piquito de tórtolo silvestre. "¡Ay, César! ¡Me dolió! ¿Tenés que enloquecerte así? Te vas a lastimar... ¡Basta! A dormir"
Antes de soltarlo, le di un beso en su cabecita azul, y me alegré por contar con su afecto incondicional durante un tiempo más, porque me haga reír, porque me dedique su canción en las mañanas.
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Salud y fuerza
viernes, 25 de junio de 2010
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Dedicado a Cabre, que me lo pidió, y a mi querido Ave César, que tantos años de alegría me dio.
ResponderEliminarTuve el placer de conocer a César y aún así he dudado si no sería una persona. Tiene razón nuestro amigo Cabre, un texto para recordar.
ResponderEliminarExpresiones
Piedra
Gracias, Miguel, yo suelo leer los textos cada vez que los subo, pero con éste hice una excepción, es que aún lo extraño y quisiera poder contar con su cariño un tiempito más, trece años no me alcanzaron. Pero en fin, es la naturaleza de la vida, finita.
ResponderEliminarAy querida Momia, sé lo que te pasa cada vez que lo recuerdas, pero piensa en los momentos lindos, vale la pena haberlos vivido.
ResponderEliminarGracias, Gladys, eso intento, pero para serte sincera, hay veces en que preferiría no haberlo tenido, estoy cansada de extrañarlo, ya sería tiempo de que se me pase, era sólo un pajarito! Me hace sentir tonta que me siga doliendo su ausencia, pero no lo puedo evitar, me alegraba mucho, era mi lucerito.
ResponderEliminarGracias, Nofret, por tu regalo. Siento que lo estés pasando mal por haber perdido a César. Pero con el relato de tu convivencia con él has dejado un recuerdo imporrable. Ha sido una gozada volver a leerlo. .
ResponderEliminarGracias Cabre, lo subí para ti, por haberme explicado cómo subir textos, me alegra que lo hayas disfrutado. :-)
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