Desde que tengo memoria, me confieso un contumaz despistado. Mis despistes (muchos de ellos guardados celosamente) se podrían clasificar en tantos apartados como situaciones se nos presentan cada día. No obstante, como para muestra sólo basta un botón, os voy a confesar lo que me aconteció en mi viaje de luna de miel, lógicamente, en compañía de mi flamante esposa.
Así pues, pasada la boda y toda la parafernalia, después de retozar unos días, propuse a mi mujer tomar la carretera cabalgando sobre “una moto”, que fue durante mucho tiempo mi inseparable compañera. Y dejándonos llevar por el deseo, nuestro propósito no era otro que peregrinar gozosamente por la geografía española hasta que nuestras fuerzas lo permitieran.
Es obligado decir que a mis treinta y dos años, y con veinte años mi rutilante esposa, en mi cerebro no había espacio para albergar otro pensamiento que no fuera el sexo, lo que vino a acentuar aún más mi despiste.
Aunque estábamos en pleno verano, unos densos nubarrones anunciaban aquella mañana la posibilidad de tormenta. No por eso pusimos el menor reparo en llevar a cabo nuestro proyecto. Pero cuando apenas había transcurrido una hora de viaje, empezaron a caer las primeras gotas de agua. Me aparté al arcén de la carretera, y sin parar el motor, ambos bajamos y nos vestimos los impermeables para continuar el viaje. Acto seguido, subí nuevamente a “la moto” y me alejé con la velocidad del furtivo.
Pasados unos minutos, al observar que la calidez de sus brazos no envolvía mi cintura, hurgué en mi espalda y comprobé que mi mujer no viajaba conmigo. Un trallazo en el corazón me hizo palidecer de miedo, pensando por un momento que la había perdido para siempre. Sin más preámbulos o medidas de seguridad, crucé la carretera y la enfilé en dirección contraria. Mis ojos no alcanzaban a ver su figura en lontananza, hasta que al fin observé, donde se reducía la carretera a una línea, un oscuro bulto que en nada se parecía a una persona. Cuando llegué a ella, apretados en un abrazo, nuestros ojos se nublaron de emoción. Eso sí, en su mirada pude ver que, en mi corta vida de casado, muy bien podría suceder que la próxima noche durmiera en la butaca.
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Salud y fuerza
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Jejeje! muy bueno, Cabre, me hizo mucha gracia el final. Me gustó la narrativa también, lo leí con todo gusto.
ResponderEliminarA mis padres les pasó eso una vez, mi padre arrancó la moto y se fue antes de que mi madre alcanzara a subirse. Se dio cuenta de que ella no estaba como dos cuadras después! Lo había olvidado por completo.
Un casado te diría, amigo Cabre, que no fue despiste, si no la alerta de hombre casado, que se encendió inconscientemente en tu cerebro. Pero vamos, que hablando de despistes, he visto y vivido cosas peores. Despiste es mi segundo, e incluso a veces, mi primer nombre.
ResponderEliminarGracias, Nofret, pensaba que esos despistes sólo me pasaban a mí. Pero si a tu padre también le pasó, ahora me siento mejor.
ResponderEliminarYa se notaba tu falta, Jumul. Lo cierto es que todos incurrimos alguna vez en esos disparates, y como tú dices, cosas peores. Pero yo te veo a ti más centrado.
Pues que Santa Lucía te conserve la Intuición, Cabre, porque lo que es la vista, la tienes hecha unos zorros. Juassssssssssssssssss... Centrado yo, inocente...
ResponderEliminarMuy bueno Cabre, me gustaría saber si esa anécdota tiene segundas partes.
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