Aquel monstruo implacable que una vez cada año amenazaba con atraparlo, una vez más lo acorraló en el rincón de la fecha límite. Parsimoniosamente extendió su largo brazo, del que nadie escapa cuando entra en acción. Tras sujetarlo por el cuello comenzó a apretar y a apretar como si quisiera ordeñarlo, cerrando y abriendo sus gordos y brutos dedos con fuerza gradual y, poco a poco, le comprimía el cuello y todo se le iba hacia abajo dentro de la piel, cual salchicha de obrador.
Notó que algo fraguaba intentando acomodarse dentro de él. Algo enorme que crecía en su estómago buscaba salida urgentemente: por el ano, comenzaron a aparecer unos metros de asfalto con señales y mediana; tras ellos, un letrero metálico en el que podía leerse claramente: “Autopista de peaje”. Y otro más en el que en letras amarillas decía: “Escuela Infantil”. También salió un talón de recetas de la seguridad social y una ventana abierta, pero nueva, de las metálicas con cristal biselado.
*
El monstruo continuaba apretando. Ahora le comprimía los hombros, las costillas y los pulmones y, conforme lo licuaba, el dolor se tornaba insoportable, no tanto por los apretones sino porque en el estómago se le había atravesado algo enorme. Esa cosa enorme tomó posición de salida y comenzó a emerger. Tras ella también un policía municipal que, nómina en mano, repasaba si le habían pagado todos los pluses correspondientes a su condición: el de peligrosidad, el de nocturnidad, turnicidad, los complementos de destino y de productividad semestral, los trienios... Todo parecía estar en orden, así que prosiguió su camino.
Poco a poco nuestro personaje perdía tanto la fuerza física como la gana de luchar para librarse de aquella fiera. Convencido de una muerte segura, asumió el fatal destino. El monstruo apretaba y apretaba, y a nuestro protagonista ya no le quedaba ni una gota de su ser, o eso creía él, porque en ese preciso instante el ano quiso evacuar algo más, y efectivamente expulsó una cosa de esas que sirven para que te den la razón cuando no la tienes.
Fue entonces cuando, a punto de expirar, vio una luz lejana que se le aproximaba. Creyó que se trataba del famoso túnel, y que se había equivocado toda la vida al no creer. No obstante, al aproximarse lo reconoció perfectamente: era su superhéroe, el flamante asesor fiscal que, como todos los años, con su límpido uniforme de chaqueta, acudía en su ayuda cuando se encontraba en esta situación, y se llegaba en ese momento como sólo ellos saben hacerlo, en un bmw, tras una estela de luz a su paso y un frenazo en la calzada. Se detuvo en la esquina y echándole una mano lo arrebató de las del monstruo para, a continuación, depositarlo en un lugar seguro. Acto seguido, se arrojó a los brazos de la bestia, que en esos momentos se abalanzaba sobre él, y, blandiendo un certificado de IRPF, lo enrolló y se lo clavó en un ojo.
La bestia se echó atrás en medio de un espeluznante quejido. Con su brazo ejecutor intentaba sacar aquella saeta de papel envenenada con su propia medicina, pero el asesor fiscal le lanzaba a la base punitiva facturas de pensiones, contribuciones sociales y certificados de planes de jubilación que, como guadañas afiladas, lo herían y le hacían retroceder en sus pretensiones. Poco a poco el monstruo fue acobardándose. Ahora los gritos eran lastimeros y él, sentado en la esquina y mucho más repuesto, se reía fuerte y le chillaba una y otra vez: “¡Anda, cobarde, atrévete ahora, cabronazo!”
*
Al fin, el monstruo huyó sollozando y con el rabo entre las piernas. El asesor giró sobre sí mismo y estiró las palmas de las manos hacia el suelo en un alarde de torería. Luego sonrió. Totalmente repuesto, con gesto agradecido, tendiéndole la mano al asesor le dijo: “¡Vamos a tomarnos unas gambas en el bar de la esquina, hombre, que pago yo!” Éste le ofreció su blanca y segura mano, y lo condujo hasta el interior del establecimiento. “¡Una docena de gamba blanca y dos quintos frescos!”, pidió con el brazo en alto, y se apoyó en la barra. Al momento las gambas estaban allí, calientes, humeantes, sabrosas.
Dejó que el asesor eligiera primero y, después de darle un trago al quinto de cerveza, volvió a dejarlo tomar la segunda sin él probarlas. Sólo después de que el asesor hubiera degustado tres, y ante su insistencia, tomó una entre los dedos y le quitó la cabeza; se acordó del monstruo. Luego la peló tranquilamente, primero arrancándole cabeza y patas, luego el caparazón. Ahora tenía una hermosa gamba agarrada por la cola ante sus ojos. Una gamba caliente que olía muy bien. Abrió los labios y se dispuso a morderla.
*
“¡Paco! ¿Qué me haces a las cuatro de la mañana? ¿Me estás mordiendo una oreja? ¡Quita hombre, y déjame dormir! ¿No ves que mañana trabajo? ¡Anda, échate pallá que hace mucho calor! ¿Será posible? ¡Ahora que había cogido el sueño!”
*
Se sentó en la cama de un salto. No se acordaba de si era de noche o de día, si su casa u otra, ni de nada en absoluto que no fuese ese momento. Una enorme ansiedad le embargaba de arriba abajo y sentía necesidad de comer. En la oscuridad del piso hipotecado, intentando orientarse, salió de la habitación como pudo después de tropezar con el meñique del pie en el marco de la puerta, y se plantó frente al frigorífico, dando saltos, lo abrió y de entre aquella luz eligió un paquete de lonchas de queso.
Acurrucado en el sofá, mientras tragaba una loncha tras otra sin masticar, se decía a sí mismo: “No se me puede olvidar la declaración de hacienda, no se me puede olvidar la declaración de hacienda, no se me puede olvidar la declaración de hacienda, no se me puede olvidar la declaración de hacienda...”
Quien quiera participar activamente y subir textos o abrir foros de debate, no tiene más que escribir un comentario en el foro con su correo electrónico y se le darán privilegios para postear.
Salud y fuerza
miércoles, 20 de mayo de 2009
Relato de Carlos Muños Clares. El monstruo sempiterno
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Jejeje! muy bueno! me lo he ido imaginando todo paso a paso, creo que la mayor virtud de este texto es lo gráfico de la descripción, que le permite al lector ir visualizando toda la situación.
ResponderEliminarUn gusto.
ja,jaja, vaya relato ingenioso y terrorífico, Enfero. Me encantó y además me siento identificada (sobre todo con lo de no olvidar la declaración de hacienda)- ese Carlos es genial. Desde niños siempre temiendo a los monstruos, preimero a los de pelaje tieso y dientes afilados y luego a los de dientes afilados, calvos o peludos, da igual. Es el sino del ser humano. Qué congoja. :-(
ResponderEliminarun abrazo.
Ay... sabéis si el mounstro sabe volar? Para un año que me devuelven, me faltan datos...
ResponderEliminarEspumiquis, el relato es de Carlos, lo que pasa es que tenía problemas para subirlo.
ResponderEliminarElempecinadocarlos, vaya.
A ver si es que lo que tiene son problemas por un editor...
Intendad subir los textos vírgenes, es decir, con el editor de blogger, si no parece que da problemas.
Claro, los que no somos sofisticados, que somos más simples que la punta de un lápiz de grafito, subimos sin problemas, jajajajajaj
Si tenéis problemas, enviadmelo y lo subo.
Bisicos
(Carlos, ya te comento el relato con tranquilidad: más besicos)
Nofret, Espuma; gracias por vuestros comentarios. Marae:gracias por leerlo y, desgraciadamente, debo informarte de que vuela de mayo a junio. Sisebuta, cuando te apetezca comentarlo estoy a tu disposición.
ResponderEliminar