El piélago azur estaba hoy muy sereno; apenas unas
pequeñísimas olas llegaban a la orilla, como extenuadas, sin fuerza siquiera
para acariciar la arena rubia.
Desde su atalaya,
imaginó qué habría después de ese tranquilo mar que contemplaba, ¿quizá otro
mar azotado por el díscolo Eolo y sus doce hijos?
Sonrió al pensar que acaso Zéfiro, el hijo más apacible del
dios del viento, estaría ahora allí, en su mar.
Fantaseó imaginando allende en lontananza, más allá de ese
océano manso, otro mar enfebrecido en lucha con un barco pirata, donde un
marinero de cabellos blondos trataba inútilmente de impedir que el navío zozobrara. Se figuró que
el marino, apenas un niño, comprendía que llegaba su hora y en su mente
exasperada sólo veía las lágrimas de su
madre al despedirse de él, los verdes y extensos prados de su Irlanda natal y
las aguas cristalinas de sus ríos, dónde se bañaba con su amigo Ian en los días
de verano.
El ruido de una bocina le despertó de su ensueño. Era la nave que traía y llevaba
pasajeros de una isla a otra, moderno, enorme y
repleto de gente que miraba hacia tierra.
Juanjo, volvió a la realidad; tenía que volver al trabajo, a
su rutina de oficinista.
Los poetas y la modernidad no estaban hermanados, se dijo
abatido mientras arrancaba el automóvil para sumarse a la caravana de
conductores estresados.