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Salud y fuerza

domingo, 30 de agosto de 2009

Pacanda


Pacanda no tiene ni cartel ni rótulo en la carretera, para que a ningún despistado se le ocurra meter las narices en su vida tranquila de aldea ganadera.
A Pacanda se llega poco a poco, despacio, como si temieses romper la calma que la rodea.
Lo primero que encuentras al entrar cualquier día sin lluvia del año, es al señor del muro, vuelto de espalda al camino, mirando al prado. No cambia de postura, se mantiene de pie imperturbable apoyado en el muro, sin mirar al que entra o sale. Contesta los “buenos días” sin girar la cabeza, como si fuese a perder un ápice del crecer de la hierba.
Pacanda más que un pueblo es un caserío con tres barrios, separados por prados donde pacen las vacas y en algún caso ovejas. Las ovejas no madrugan, se les ve a partir de las 10 a las 11 de la mañana, haga sol, orbaye o llueva.
Si te adentras un poco en el primer barrio, sale a tu encuentro el señor que trabaja en la vaquería; deja la faena y te pregunta por la familia un día si y otro también; aunque no exista novedad, él intenta averiguar qué fue de fulano o mengano, donde anda el padre del niño que te acompaña y si tu nuera lo crió con teta o biberón.
Después de dar las explicaciones pertinentes, subes al cueto y quedas extasiado por la vista de un valle escondido entre el caserío y la mole de la montaña.
En primer plano, destacan los maizales y los prados de siega con la hierba verde clara, en segundo lugar los nogales y fresnos de un verde brillante al pie de la peña más oscura.
A tu espalda queda la que fue escuela, con su ermita y su bolera, con los tilos podados a conciencia todos los otoños, para que el santo, desde su peana, pueda ver la luz que refleja la piedra.
La montaña domina el horizonte del pueblo; es una gran mole calcárea que acorta los días de invierno, escondiendo el sol tras ella, pero hace que Pacanda sea sonora como ninguna. Las esquilas y cencerros repiten su son contra la piedra y la melodía no parece tener fin a cualquier hora del día.
Pacanda tiene su río, un río que juega al escondite entre las piedras y la arena, a veces corre veloz buscando la mar cercana y otras se esconde en las cuevas para brotar más tarde a las afueras de la aldea.
Como el mejor pueblo que se precie, Pacanda tiene su inglés, una familia que cambió la lluvia de la Gran Bretaña por el orbayo más llevadero.
También tiene una pareja de forasteros que vienen del Sur todos los años con el buen tiempo, como las golondrinas. Son distintos a los turistas, que pasan de largo. Los sureños dan vueltas por el pueblo como si cada día fuesen a encontrar algo nuevo, una planta no vista antes o una nueva flor en una esquina.
Pacanda es bella, de esa belleza calma que da el llano junto a la montaña, tan reposada que los corzos pacen a sus anchas en los prados entre las casas; muchas veces sólo levantan la cabeza cuando pasas cerca y siguen a lo suyo, sin inmutarse por tu presencia.

Texto y foto de Piedra

3 comentarios:

  1. Quien estuviera en Pacanda, Miguel.
    Ahora que acaban las vacaciones ya temo los cláxones, el ruido, el ajetreo y el estrés.
    Sólo con estar escuchándote pensar, casi casi estoy en Pacanda...

    Gracias

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  2. Son todo un placer los viajes virtuales que podemos hacer de la mano de tus letras, Miguel. Yo también quiero estar en Pacanda ¿vamos, Enfero? Aunque a mí me queda un poco lejos, tal vez pueda encontrar un Pacanda por aquí, creo que los pueblecillos pequeños son similares en todas partes.
    Aaaaaaah! un poco de paz! qué placer sería!

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  3. Este también me gusta. Es usted muy bueno.

    Saludos

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