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Salud y fuerza
Cuidadora de sueños
"Cuando te acuestas con alguien
y respiras su mismo aire, no puedes evitar que los demonios que exhala se
introduzcan en tu cuerpo", eso le habían advertido al firmar su contrato
de trabajo, desgraciadamente, ellos no contaban, por ahora con ningún antídoto
para protegerla, por eso pagaban tan bien y asumían que jamás ninguna de las
chicas sobrepasara el período de prueba.
Su trabajo consistía en acompañar a los clientes, hombres
o mujeres, en el sueño, jamás tener sexo con ellos, pero sí brindarles el calor
de su cuerpo en la misma cama, una sonrisa en el momento en qué despertaran y
una voz tranquila por si tenían pesadillas.
Lucía aceptó. En ese preciso momento de su vida no tenia
cerebro para analizar las ventajas o inconvenientes de ese empleo, le daba
igual; una especie de cansancio la invadía, consciente de que su cuerpo iba por
un lado y su cerebro por otro, en una sucesión de altibajos que la dejaba sin
aliento. Tenia que hacer algo, pero no encontraba la forma de unir de nuevo
carne e intelecto, no podía resistir tantos días de vagar por las calles, de
sentarse en los bancos de los parques desde la mañana a la noche, tampoco la
visión del mar la confortaba, la separación parecía definitiva, no solo de su
cuerpo y de su cerebro, sino del mundo, de la realidad que contemplaba como
quien va a ver una película, ellos estaban más allá de la punta de sus dedos,
no podía tocarlos, no podía rozar esa vida que pasaba delante de ella tras ese
cristal fronterizo.
Lucía quería formar parte de la vida, lloraba mientras
caminaba por las calles de la ciudad, aunque las lágrimas no le aligeraban el
alma, se sentaba en los parques con ese enorme signo de interrogación sobre la
cabeza, y ese trabajo la vincularía de alguna manera a la vida, aunque fuera
vigilando el sueño de los otros.
Empezó una noche de noviembre, había llovido sobre la
ciudad todo el día, sin embargo, Lucía que tanto disfrutaba de la lluvia, ese
día, sintió con dolor, que incluso la lluvia se hallaba tras ese cristal.
Estuvo unos diez minutos contemplandola, aspiraba fuerte tratando de olerla
hasta que las agujas del reloj la obligaron a vestirse y maquillarse para
asistir a su nuevo empleo.
Recordó una a una las indicaciones de su empleador, no
debía ser llamativa, no debía maquillarse mucho, su perfume tenía que ser
suave, algo floral y dulce, era lo más adecuado; en cuanto al cabello, debía
permanecer suave, brillante y perfumado conservando un peinado natural, para
que cayera sobre sus hombros.
Al llegar al hotel, debía subir hasta el último piso,
allí encontraría una encargada que le daría las últimas instrucciones, le entregaría
la ropa para acostarse y le suministraría bebidas recomendadas para no dormir,
ese era el reto, No dormir y mantener durante la vigilia la sonrisa y la paz que buscaban los clientes.
La primera noche, a pesar de su voluntad, se durmió un
poco, perdió la sonrisa por dos horas y la paz desapareció, sin embargo logró
representar su papel y cumplir con lo pactado. Su cliente, una mujer de unos
sesenta años, fue muy amable con Lucía, se despertó a eso de las cuatro de la
madrugada, le tomó la mano y en un susurro le pidió un poco de té.
La noche siguiente se presentó un hombre de negocios,
seguramente un alto ejecutivo de una multinacional, esta clase de clientes eran
mayoría, aunque también esposas de millonarios nacionales, y muchos extranjeros.
Con el transcurrir de los días, Lucía se fue habituando a
su nueva rutina, poco a poco su cuerpo fue obedeciendo las reglas impuestas,
hasta que finalmente dejo de tener sueño, la sonrisa siempre afloraba en el
momento oportuno y la impasibilidad, era más bien un placebo de lo que se
conoce como paz.
Ya no caminaba por las calles, ni se sentaba en los
parques con el enorme signo de interrogación sobre su cabeza, ni se pasaba
horas contemplando el mar, tampoco había logrado traspasar el cristal que la
separaba de la vida, aunque había encontrado una misión: sacaba a pasear los
demonios de los clientes, los llevaba al parque, a la playa o a los bazares,
les compraba algodón de azúcar y luego los devolvía a sus dueños, no lograba
cambiar su naturaleza, pero durante esas horas sus clientes se libraban de
ellos y eso era un alivio… incluso para ella, porque una madrugada se dio
cuenta que sus propios demonios iban a parar a los cuerpos de sus clientes. No
era un mal trato.
Bonita historia. Un beso.
ResponderEliminarNo te quedes triste, mi querida Gladys, si eres capaz de parir estos cuentos maravillosos, es para saltar de alegría. Imaginativo, rápido, creible en su novedad y tan bello. Un abrazo cargado de expresiones.
ResponderEliminarPiedra
Magnífico cuento Gladys, cuanta imaginación,
ResponderEliminarme gustó tanto que lo leí y lo releí.
Felicitaciones !!
Besos y abrazos.
Hola amigos Buenos días y muchas gracias por sus comentarios. Me alegra saber que les han gustado, y sobre todo,
ResponderEliminarme encanta que sigamos en contacto a través de esta casa. Es como una gran inyección de adrenalina para empezar
con ánimo un día gris y lluvioso en Las Palmas.
Es cierto lo que dicen los amigos, ¡cuánta imaginación tienes Gladys, criatura! qué maravilla. :)
ResponderEliminarCasi el final, ahí donde pones "sacaba a pasear los demonios de los clientes, los llevaba al parque, a la playa o a los bazares, les compraba algodón de azúcar y luego los devolvía a sus dueños" - ese trozo me encantó. Y el final también.
Qué gusto da leer escritos tan buenos.
abrazos
¿y por qué estás triste? ¿por lo que estamos casi todos, por la dichosa crisis?
¡Ánimo!