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Salud y fuerza

miércoles, 1 de junio de 2011

Un nuevo ritual


Ipy ha sido siempre una mujer exitosa. Ya cumplió cuarenta años (un logro poco común) y trajo al mundo a catorce hijos. Su cuerpo es fornido, sus partos fueron fáciles. Aún tiene dos hijos con vida, un varón y una mujer, y numerosos nietos. Siempre supo proporcionarse buenos y abundantes alimentos. Nació para triunfar.
Pero, últimamente, sus huesos comenzaron a dolerle y ha perdido agilidad. Los pocos dientes que le quedan le hacen difícil masticar, y ya le da miedo morder algo duro, porque varias veces se le ha quedado un diente clavado en un trozo de carne.
Ipy se ha apegado especialmente a su última hija y disfruta de su compañía; comparten la comida, juntan frutas, cazan liebres, atrapan peces en el río. Nunca se han separado desde que la niña nació, y su vínculo se ha ido fortaleciendo con los años. Si bien otros niños se apartan de sus madres en cuanto pueden valerse por sí mismos, borrando a sus progenitoras de sus memorias, la hija de Ipy encontró en su madre a su mejor compañera.
Pero hoy la jovencita amaneció a los gritos; Ipy intenta levantarla del sitio en el que se halla tendida, pero la muchacha la rechaza y se convulsiona, retorciéndose. Su madre fija la vista en el vientre enorme de la niña de doce años, ve los espasmos, reconoce esos dolores; pero los gritos la ponen nerviosa y se aleja, buscando algo de calma. Se siente extraña. Toca su propio vientre, ya vacío desde hace algunos años, pero aún recuerda el dolor y lo que viene después.
Al final del día se acerca a su hija esperando encontrar un bebé, pero no hay nada, y la niña continúa a los alaridos; tampoco acepta la comida que su madre le ofrece.
Dos días han pasado y, cada vez, Ipy comprende menos por qué no aparece el niño.
Al amanecer del tercer día, halla a su hija adormecida; por suerte, ya casi no se queja, pero no hay ningún bebé ¿Dónde está? La madre se acerca a cada rato y, a medida que pasan las horas, su confusión aumenta, mientras la energía de su hija disminuye.
Finalmente, la halla profundamente dormida, con un niño entre sus piernas, aún atado a ella y rodeados por un charco de sangre. Ipy intenta cortar el cordón con los dientes, pero ya no tienen suficiente filo, así que usa una piedra cortante; luego coloca al bebé sobre el pecho de su hija, los arropa con el abrigo de piel de la niña y se va a dormir.
Al día siguiente, el llanto del recién nacido retumba estridente. Pero algo extraño le sucede a la muchacha. Su madre la toca: está rígida como un trozo de madera. Ypy se sobresalta, se queda mirándola por largo rato; siente algo horrible, aunque no sabe qué es.
Ipy toma al niño entre sus brazos, como tantas veces ha hecho con sus hijos, y lo acerca a su cuerpo, pero sus pechos ya estériles no pueden alimentarlo. Igualmente, continúa ofreciéndole su seno. El pequeño succiona con fruición hasta que, en vez de leche, brota sangre. El dolor la hace apartar a su nieto, pero continúa cargándolo sin saber qué hacer, mientras los llantos se hacen cada vez más fuertes.
Los restos de su hija han comenzado a oler. Tres hombres, el hijo de Ipy entre ellos, arrastran el cuerpo lejos del lugar. Ipy los sigue, llevando a su nieto entre sus brazos. Cavan un foso poco profundo y colocan en él el cuerpo hinchado pero, antes de que alcancen a cubrirlo, Ipy saca una fruta de su bolsa de cuero y la deposita junto al cadáver, cerca de la boca. Los hombres la miran sin comprender, y terminan su trabajo.
El llanto del niño ha comenzado a debilitarse, y su abuela se duerme junto a él. Al despertar, la criatura ya no llora. Tampoco respira. Ipy lo carga y se adentra en el bosque, donde cava un pequeño foso y lo entierra, envuelto en el abrigo de su hija. Su hijo, curioso, la ha seguido y observa extrañado esta costumbre de su madre de dejar cosas útiles en los fosos de los muertos.
Ipy se siente enferma, aunque no le duele nada. Ya se ha sentido así antes, pero esta vez es peor. No sabe qué hacer consigo misma; va a buscar frutas, como solía hacer con su hija, pero el malestar aumenta. No se come el único fruto que encuentra, no tiene hambre. Se sienta en una piedra y se queda inmóvil, mirando al vacío.
Su hijo se sienta junto a ella con un trozo de carne en la mano; se lo muestra y la toma por la cadera, colocándose detrás de ella, como siempre lo ha hecho desde la pubertad. Ipy se aleja. Su hijo insiste. Furiosa, lo rechaza con una contundente patada, no quiere aparearse ahora, no quiere nada. Su hijo le devuelve el golpe y se aleja a los gritos, llevándose la carne.
La temporada de frutas acaba de terminar, las liebres y los peces ya son demasiado rápidos para ella y su hijo no ha vuelto a acercársele para ofrecerle carne. La falta de alimento ha comenzado a consumirla, y la pérdida de fuerzas le hace cada vez más difícil conseguir sustento, sumiéndola en un círculo vicioso que, lentamente, va apagando su vida.
Desesperada por el hambre, un día quiere tomar un trozo de un animal que ha cazado un joven. La presa es grande y hay de sobra para él, su mujer de turno y ella. Ipy se acerca sigilosa a la pareja, tratando de pasar desapercibida. Arranca un trozo de carne e intenta correr, pero sus piernas ya no son lo bastante veloces y, antes de que logre alejarse, el muchacho la atrapa por un brazo, le propina un fuerte golpe de puño en la cara y le quita el bocado. Él no lo sabe, pero ha golpeado a su abuela. Dolorida y exhausta, Ipy se aleja de su nieto mayor, a quien ella tampoco reconoce, y se acurruca en un rincón apartada de los demás.
Allí pasa varios días dormitando, mientras su larga y productiva existencia va llegando a su fin. Una mañana, el olor de su cuerpo alerta al grupo. Su hijo y otros dos hombres arrastran el cadáver al bosque, hacen un pozo y lo colocan dentro. El hijo, en un impulso que no acaba de comprender, pone un hueso con carne junto a los restos de su madre. Los otros lo observan intrigados, y graban en sus memorias el nuevo ritual.
Terminado el entierro, los hombres comparten el producto de la caza del día anterior: una suculenta pierna de mamut.


Nofret.

4 comentarios:

  1. Bueno amigos, Mabel, amablemente me envió por correo este texto de Nofret, que era mi preferido, por lo menos de los que he leído de ella. Decidí ponerlo aquí para que todos lo disfrutéis, porque es un relato hermoso, genial y tan original... ¿no creéis?

    Espero que a Mabel no le importe, se me ocurrió ahora y sin más, decidí ponerlo.

    Me encanta, me encanta este relato, cuando lo leo acabo con los pelos de punta y la lagrimita en el ojo, de la emoción.- Espero que os guste, leed despacio y atrapen cada palabra.

    besos a todos

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  2. la imagen, me pareció, en mi imaginación, que más o menos así debía ser Ipy, ya sabéis que la imaginación de cada cual pone cara y todo, esta sería la mía... :)

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  3. Ya está colgado en el Andurrial, querida Espuma, si mi memoria Alzheimer no me juega malas pasadas. Pero de nuevo, gracias por recordarnos este texto tan magnífico.

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  4. Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.

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