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Salud y fuerza

jueves, 27 de mayo de 2010

Perdón jefe

Mire, tenga cuidado con eso, no lo vaya a joder ahora. No es el momento. Usted ya tuvo su oportunidad, así que ahora, apechugue que para eso se ha hecho usted con el poder. Deje de temblar. Es usted patético. Por eso no me caía bien. Se acuerda de los días veinticinco de cada mes. Yo sí. Todos los jodidos días de mi existencia me decía lo mismo. A ese lo despido por cualquier cosa. Joder que soy el empresario y puedo hacer y deshacer en mi empresa.

Durante el desayuno, entre mordisco y mordisco de magdalena se me iluminaba la mente: surgía así: PUM ¡el pretexto perfecto! Ningún problema con sindicatos, una indemnización conveniente y listo. Eso era todo. Con ese ánimo entraba a mi despacho, me ponía al día y luego lo llamaba. Usted venía con ese aire cansino, joder, si parecía que llevara el mundo a cuestas, no era para tanto, esos hombros caídos, esa mirada huidiza y esa vocecita me crispaban los nervios. Ahí, en ese puto momento me olvidaba del sindicato, me daban ganas de retorcerle el jodido cuello.

Apunte bien carajo.

No me vaya a dar en una pierna. Volviendo a su cuello, ¿nació así o la vida se lo consumió? ¿Por qué carajos nunca protestó? La naturaleza en vez de voz le dio ese bisbiseo que me dictaba números mientras yo imaginaba su sangre manchando mi alfombra turca.

No me mire así hombre.

Claro que lo odiaba y no me pregunte por qué, fueron muchos los motivos, su humildad de esclavo, su docilidad de borrego, pero sobre todo su voz, ¿sabe? en mis pesadillas la escuchaba, era como una mosca zumbando en mi oreja todo el tiempo, sssssi ssssseñor, sssssi sssssseñor. Ay que joderse. Pero lo peor era que no me fijaba en sus Debes y Haberes, usted recitaba números como un imbécil y yo sentía el bizzzzz bizzzz en mi oreja hasta que lo mandaba a su escritorio. Usted levantaba el culo y yo me quedaba con esa imagen de pantalón brillante con la raya replanchada que podría haber cortado un pedazo de pan duro.

Tenía que llamar a Martínez para que revisara el balance mientras yo cerraba la puerta para olvidarme de usted. Sin embargo, como son las cosas, hoy es veinticinco de mes, no tuve necesidad de llamarle. Usted apareció por esa puerta y me pidió permiso para entrar. La boca se me abrió como la de un caballo. ¿Había cambiado de voz a sus cincuenta y tantos? Ah, sesenta, claro sesenta. ¿Por qué ese cambio? Ahí lo tenemos. La oficina sola, los empleados han ido a comer y usted me apunta con una 22… ¿bonita verdad? no, no me cuente dónde la consiguió. Las armas nunca me han llamado la atención.

¡Dispare!

No dude ahora, no la vaya a joder, deme el gusto de verle por una única vez en su puta vida un rasgo de carácter. Siga con la mandíbula apretada. Le queda bien, me recuerda a Clint Eastwood. Yo de usted no me hubiera puesto corbata. Qué mal gusto tiene usted, se pone unas corbatas horrorosas. Perdone, esas cosas no se dicen ni en privado, cada cual viste como le da la gana, pero uno tiene ojos, que le vamos a hacer.

Veo que está temblando. Y le advierto, si quedo vivo le va a pesar, es mejor que lo haga y cuanto antes mejor, no vaya a ser que venga Clarita y empiece a dar alaridos, dése prisa, es muy fácil, aprieta el gatillo, así de simple. Más aire en el ambiente.

No se vaya carajo. Dispare, dispáreme.

sssssssi ssssssseñor. No se preocupe, aquí no ha pasado nada, ahí le dejo el balance.

Y salió de la oficina con su gesto cansino, el pantalón brillante y la raya replanchada que sin embargo se quebró un momento. Cuando guardó la pistola en el bolsillo.

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