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Salud y fuerza

viernes, 4 de noviembre de 2011

FECHA DE CADUCIDAD





Todo sucedió porque tenía que suceder. La crisis del papel se superó con imaginación. No conozco otro modo de superar las crisis. La falta de papel se notó enseguida. Todos escribían por las dos caras de los folios, utilizaban los espacios en blanco de la publicidad para escribir poemas y los diarios muy pronto dejaron de salir cada día a la calle para llegar a los móviles o a las tablet puntualmente. No importaba, sólo era un formato nuevo y todos estábamos encantados con la modernidad. Ya saben, uno se hace moderno cuando lee en el ipad y no en el vulgar papel. Pero pronto empezó a afectar a los libros. No podían editarse todos porque no había pasta dónde imprimirlos. Así que idearon grandes trituradoras de papel que destruían libros para poder hacerlos de nuevo. El ministerio de cultura fijó fecha de caducidad para los títulos. Bibliotecarios y lectores tenían que librarse de aquellos libros que no se deben leer más que una vez. Pronto se llenaron los contenedores con títulos de todo tipo. Además pagaban por ellos. Algunos títulos desaparecieron por completo, creo que ya no queda ni un “Código Da Vinci”, sólo podías quedarte con veinticinco libros en casa. Además te ofrecían vales para nuevos títulos. Con tres o cuatro libros viejos lograbas una novedad. Y las novedades pasaban por el tribunal de la fecha de caducidad. Tribunal del que yo formaba parte. Tuve suerte, ser una lectora empedernida me dio los conocimientos necesarios para lograr un puesto de trabajo tan ventajoso. Leíamos manuscritos sólo que entonces ya no se escribían a mano sino que llegaban en forma de pdf. Porque los libros en su mayoría, entonces se consumían en formato electrónico. Ahí no había restricciones. Muchos archivos se compartían, muchos se perdían en caídas de red y quemado de discos duros. Mas la mayor parte de lectores acogieron con cariño el ebook. Andaban colgados de uno en el tren o en el autobús. Pero la industria editorial se hundía. Los escritores no podían comer con lo que escribían y dejaron de hacerlo. Sólo lo hacían para las editoriales que tenían limitado el número de ediciones y el de ejemplares por edición. Funcionaba el sistema. Leíamos los libros y decidíamos su fecha de caducidad. Siempre había alguien que compraba el libro y lo digitalizaba y así pasaba a la red. Claro que uno se encontraba con giros imposibles y faltas ortográficas. Los libros perdían calidad y sólo unos pocos lectores dispuestos a dejar parte de su sueldo en libros, leían lo que el autor había querido decir. Las fechas de caducidad variaban en función de lo bueno que era el libro, como máximo cinco años, y yo era en parte responsable de ello. Incluíamos la fecha en un código Q que marcaba el lomo a fuego. Un código con GPS para localizar los ejemplares cuando llegase la fecha de la destrucción. Se trituraban y con ese papel se volvían a imprimir nuevos libros. Era un buen sistema. Los pocos libros que había se leían todos, algunos varias veces, pasaban de mano a mano porque como sabíamos que pronto serían destruidos necesitábamos llenar nuestra mente con sus letras. Fueron unos años maravillosos, leyendo novedades noche tras noche. Era ahora o nunca y eso siempre me ha gustado.
Lástima que un día decidiesen destruirlos todos y pasarlos a digital. Dijeron que no era rentable el esfuerzo. Lástima. Ahora ando rebuscando todas las noches en los basureros, buscando un trozo de papel que llevarme al lápiz. Un legajo que llevarme a la boca.  

3 comentarios:

  1. Me estoy comprando el buzo para rebuscar en la basura :)

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  2. Jo, ni imaginarme quiero no tener un legajo que llevarme a la boca ni un trocito de papel que llevarme al lápiz (qué buenas frases hiciste)
    un gusto leer

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